La atroz falacia de la Iglesia invisible

 

De todos los argumentos extra bíblicos sostenidos en algunos grupos protestantes, pues por su tendencia a la división es imposible pretender agruparlos a todos en una sola línea de afirmaciones, el que muy probablemente sea el más disparatado es el de la Iglesia invisible.

No estoy queriendo afirmar con esto de que se trate de algo azaroso, sino que los protestantes, al no poder reivindicar para sí la sucesión apostólica y sin ninguna evidencia de disponer de un sacerdocio válido, esgrimen conceptualmente que Cristo fundó en cada uno de quienes lo aceptan como su Señor y Salvador una Iglesia “invisible”, lo cual exime de la necesidad de un sacerdocio perceptible.

Propongo, siempre con el recurso de la Escritura, ir desmenuzando este postulado, pero partiendo, en orden a aplicar una exégesis honesta, de un principio que asumo no debería encontrar desacuerdos entre católicos y protestantes: que la Iglesia es Una y que esa unidad es fruto de la voluntad expresa de Cristo:

Y ahora yo te digo: Tú eres Pedro (o sea Piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes de la muerte jamás la podrán vencer. (Mt 16,18)

No ruego sólo por éstos, sino también por todos aquellos que creerán en mí por su palabra. Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. (Jn 17,20-21)

Ejemplos claros, concretos e irrefutables de que el principio rector de cualquier diálogo debe partir del reconocimiento de que Cristo habla en singular (su Iglesia) y a favor de la unidad de los cristianos, como testimonio externo para el mundo. La idea de una Iglesia que no sea más que un ente invisible, con los creyentes disgregados por donde los lleve el viento no se condice en nada con la visión de Cristo al señalar que su ideal consiste en un solo rebaño y un solo pastor.

Ante esto, el protestante comienza con su justificación tantas veces repetida, donde en resumidas cuentas, no niega que sus iglesias están divididas o son muchas, sino que redirigen el diálogo hacia la afirmación de que, en efecto, la Iglesia es una sola, como comprobamos en numerosos pasajes bíblicos, pero que esa comunidad de fieles es invisible, y está compuesta por todos los cristianos independientemente de la denominación a la que pertenezcan, ya sean bautistas, luteranos, pentecostales, etc.

El problema es que esto no encuentra asidero en la Escritura. Pensemos por caso en el pueblo de Israel, que era un pueblo visible, que cuando era guiado en el desierto por Moisés, fue visto por el profeta Balaam:

Balaam vio que a Dios le gustaba bendecir a Israel, de manera que no fue como las otras veces en busca de señales, sino que se volvió de cara al desierto. Cuando Balaam levantó la vista, vio a Israel agrupado por tribus; entonces el espíritu de Dios se apoderó de él. (Núm 24,1-2)

Como realidad divina y humana, la Iglesia ha venido a continuar y sustituir al pueblo de Dios del Antiguo Testamento. Hay que tener en cuenta además que lo que en el Antiguo Pacto era solo promesa y preparación, alcanza con Cristo su cumplimiento y plenitud, por lo cual sería completamente ilógica una metamorfosis tal que en realidad representaría más bien una involución: de una comunidad de creyentes lo suficientemente concreta para ser distinguida por los demás a una totalmente invisible, cuya identificación sería más bien fruto de una carambola que consecuencia de algo evidente.

Pero volvamos a los pasajes de Mateo y Juan citados en las primeras líneas de este artículo. Las palabras de Jesús dan cuenta de que su voluntad es la de una Iglesia compuesta por personas y para la salvación de las personas. Aquí solo cabe la posibilidad de una Iglesia visible que pueda ser divisada y conocida por todos, que esté patente ante los ojos del mundo entero, siendo una de las señales distintivas la presencia de una jerarquía que ofrezca estabilidad, perpetuidad y la seguridad, porque el propio Cristo lo prometió, de que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.

Entonces, Cristo quiso autoridad y magisterio para su Iglesia, cuyas doctrinas no están ocultas y solo son reveladas a un grupo selecto, sino que son expuestas para todos por un magisterio al cual le fue conferido la autoridad para custodiar fielmente esas doctrinas, las que el propio Cristo ha querido revelar a los suyos.

En la vereda opuesta a la expresa voluntad de Cristo aparece la idea adoptada por el protestantismo de una Iglesia invisible que en cierta medida tape su significativa y cada vez más pronunciada división doctrinal, porque en este esquema la segmentación en grupos no sería un problema para los cristianos, porque lo importante radicaría en ser un creyente “verdadero”.

Podemos encontrar en la Escritura una firme condena a los desmembramientos, al punto de que los cismáticos son llamados anticristos, de los cuales se nos manda apartar:

Hermanos, les ruego que tengan cuidado con esa gente que va provocando divisiones y dificultades, saliéndose de la doctrina que han aprendido. Aléjense de ellos. (Rom 16,17)

Reafirmemos entonces: la principal condición para que el mundo crea en Cristo es la unidad de los cristianos. Y sería bastante complicado lograr índices de credibilidad altos si esa unidad no puede ser observada de forma natural. De esta forma, no es descabellado afirmar que la Iglesia de Cristo no solo no puede ocultarse, sino que debe ser lo suficientemente visible para que todos la vean:

Ustedes son la luz del mundo: ¿cómo se puede esconder una ciudad asentada sobre un monte? Nadie enciende una lámpara para taparla con un cajón; la ponen más bien sobre un candelero, y alumbra a todos los que están en la casa. (Mt 5,14-15)

La Iglesia es “la ciudad asentada sobre un monte”, y esa ciudad no puede ocultarse. Es válido entonces preguntarse, ¿Podemos encontrar algún parangón bíblico para la comparación que realiza el Señor? La respuesta es sí, y está en el Antiguo Testamento, en el anuncio del profeta Daniel del Reino de Dios, un reino que terminará con los demás reinos y que jamás será destruido. ¿Y cómo se describe a ese reino? De esta manera:

Entonces todo a la vez quedó como polvo, el hierro, la loza, el bronce, la plata y el oro, como capotillo de la cosecha, y el viento se lo llevó sin que quedara rastro. En cuanto a la piedra que chocó con la estatua, se convirtió en un cerro muy grande que llenó toda la tierra. (Dn 2,35-36)

Ese reino es un “cerro/monte grande que llena toda la tierra”. Toca ahora comprobar qué significa ese monte:

En tiempos de estos reyes, Dios hará surgir un Reino que jamás será destruido. Este Reino no pasará a otras manos, sino que pulverizará y destruirá a todos estos reinos y él permanecerá eternamente. Es el significado de la piedra que has visto desprenderse del monte sin ayuda de ninguna mano y que redujo a polvo el hierro, el bronce, la loza, la plata y el oro. El Dios grande te ha revelado lo que ha de venir. ¿No es cierto que éste fue tu sueño? Entonces puedes estar seguro de la explicación.» (Dn 2,44-45)

El monte es el Reino de Dios que llenará toda la tierra y permanecerá eternamente (jamás será destruido), por lo que las puertas del infierno no podrán prevalecer contra él (cualquier semejanza con el mencionado pasaje de Mateo 16,18 no es una mera casualidad).

Vayamos ahora al Nuevo Testamento. Sabemos que la Iglesia es la casa de Dios:

Pero si me demoro, para que sepas cómo debes portarte en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, pilar y base de la verdad. (1 Tim 3,15)

Y esa Iglesia es un cuerpo cuya cabeza es el propio Cristo:

Y él es la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia, él que renació primero de entre los muertos, para que estuviera en el primer lugar en todo. (Col 1,18)

En ese cuerpo cada miembro, es decir, cada bautizado cumple una función:

Ustedes son el cuerpo de Cristo y cada uno en su lugar es parte de él. En primer lugar están los que Dios hizo apóstoles en la Iglesia; en segundo lugar los profetas; en tercer lugar los maestros; después vienen los milagros, luego el don de curaciones, la asistencia material, la administración en la Iglesia y los diversos dones de lenguas. ¿Acaso son todos apóstoles?, ¿o todos profetas?, ¿o todos maestros? ¿Pueden todos obrar milagros, curar enfermos, hablar lenguas o explicar lo que se dijo en lenguas? (1 Co 12,27-30)

Un cuerpo es algo físico, visible. Pero todo cuerpo tiene a su vez un alma, que no puede verse exteriormente, y que en la Iglesia Católica es el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que ha llevado a la Iglesia de Cristo siempre por caminos visibles y fáciles de rastrear. Un cuerpo que no tiene alma es un cuerpo muerto. La Iglesia, sin el Espíritu Santo, no podría haber resistido los temporales internos y externos de sus dos mil años de historia.

 

Y ese cuerpo debe tener, por lógica, alguna semejanza con su cabeza. En su paso por este mundo, el Señor, a través de la unión hipostática, poseía inseparablemente dos naturalezas - divina y humana - en la unidad de su persona, naturalezas que no pueden escindirse una de la otra. De esta forma, tampoco su cuerpo visible, la Iglesia, puede separar su humanidad visible de su divinidad invisible, es por eso que la Escritura nos habla de la purificación obrada por el propio Cristo a su Iglesia:

Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella. Y después de bañarla en el agua y la Palabra para purificarla, la hizo santa, pues quería darse a sí mismo una Iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa e inmaculada. (Ef 5,25-27)

Esa Iglesia está encargada de administrar los Sacramentos que el propio Cristo dejó, obrando como conductos de las Gracias que Él derrama sobre su Pueblo; Sacramentos que como acto externo puede ser visto por cualquiera, porque no es nada oculto, sino que todo se realiza públicamente.

Existe un culto que se pone de manifiesto en la Liturgia de la Iglesia, existen templos, festividades, procesiones que muestran una comunidad de hijos de Dios unidos en una misma fe, donde se hace carne la analogía de Jesús de la ciudad colocada sobre un monte, contemplada por todos y que no puede quedar oculta.

El planteamiento de la Iglesia sin señales claras para ser distinguida por la sociedad y con creyentes disgregados por doquier se hace añicos contemplando experiencias que nos muestra la Biblia. ¿De qué forma San Pablo hubiera podido imponer disciplina excomulgando a Alejandro , Fileto e Himeneo si la Iglesia fuera invisible? Tranquilamente, estos hubieran actuado como los protestantes actuales, fundando una nueva “iglesia” con sus propias doctrinas.

Incluso cuando Cristo hace advertencias como esta, se refiere al lado humano y tangible de su Iglesia, y no al divino:

Dijo Jesús a sus discípulos: «Es imposible que no haya escándalos y caídas, pero ¡pobre del que hace caer a los demás! (Lc 17,1)

Retomando lo expuesto al inicio del artículo, hemos podido comprobar que la Iglesia como unidad visible es obra y voluntad de Cristo. Queda entonces que cada uno medite en su mente y en su corazón, ¿A qué fuerza no humana corresponde entonces la autoría intelectual de las múltiples facciones protestantes, donde cada día nacen nuevas denominaciones que difieren en algunos puntos doctrinales de las que ya están? Que cada quien elija la respuesta que le parezca más apropiada…

Mariano Torrent