Este Sacramento confiere al cristiano una gracia especial para enfrentarse a las dificultades propias de la vejez o una enfermedad grave. Si bien es verdad que el Sacramento en sí mismo no es necesario para la salvación del alma, no es menos cierto que a nadie le es lícito desdeñar su administración, por lo cual debe procurarse con suma diligencia que los enfermos puedan recibirlo estando en pleno uso de sus facultades mentales. A lo expuesto sumemos la obligación natural de todo cristiano de prepararse del mejor modo para la muerte, lo que otorga un rol esencial a quienes rodean al enfermo para advertirle sobre su situación, sugiriéndole sobre la conveniencia de recibir la Unción y oficiando como nexo para que esto ocurra, ni demasiado tarde ni excesivamente temprano, actuando siempre con caridad cristiana y sentido común. Esta práctica estaba muy extendida en la Iglesia primitiva, tal como nos relata el apóstol Santiago: ¿Hay alguno enfermo? Que llame a los ancianos de la Iglesia
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