Fragmento de mi libro Habitó entre nosotros (2019), con algunos agregados posteriores.

 

Empecemos por el principio: Suponer que Jesús nació en el año cero es incurrir en dos errores, pues no solo no nació en dicho año, sino que lisa y llanamente, el año cero no existió, ni en el calendario juliano, que era el utilizado en aquel momento, ni en su sucesor, el gregoriano, que es utilizado en la actualidad de manera oficial en casi todo el mundo. En resumen: Del año 1 a. C. se pasó al año 1 d. C.


Nuestro calendario es diferente al utilizado cuando nació Jesús. Nuestra fecha procede del calendario creado por un monje llamado Dionisio, por pedido del entonces Papa Juan I en el año 525 de nuestra era. Dionisio basó su cálculo en el que habían hecho los romanos sobre la fundación de Roma, por lo cual, el año 1 d. C. venía a ser el equivalente al 754 A. U. C. (anno urbis conditae, es decir, desde la fundación de Roma). Hoy sabemos que Dionisio se equivocó en los cálculos[1]. La falta de información histórica precisa lo llevó a errar por seis años el año del nacimiento de Cristo[2].


De acuerdo con los Evangelios, el nacimiento de Jesús ocurrió bajo el reinado de César Augusto (37 a. C. hasta el 14 d. C.), “en tiempos de Herodes, rey de Judea” (Lc 1,5), “mientras Quirino era gobernador en Siria” (Lc 2,2). Herodes murió en el año 4 a. C., por lo cual podemos asumir que Jesús nació antes de esa fecha. Quirino comenzó su mandato como gobernador de Siria en el año 6 d.C., pero se estima que desempeñó funciones como líder militar en Siria entre el año 10 a. C. y el 6 a. C. Por este motivo, existen buenas razones para datar el nacimiento de Jesús en el año 6 a. C[3].


A favor de la historicidad de esta fecha, se suma el censo mencionado en el Evangelio de San Lucas por el cual San José debió dirigirse junto a María, que estaba embarazada de Jesús, rumbo a Belén, donde debía inscribirse para dar cumplimiento a la disposición de la autoridad.


A este respecto, Flavio Josefo cuenta en su obra Antigüedades Judías que por aquel tiempo se realizó un empadronamiento con fines fiscales, en base al cobro del Tributum Capitis, un tributo igualitario que pagaban todas las personas de entre 14 y 64 años. Es muy probable que José tuviera que ir a Belén a empadronarse[4].


Pero la cuestión del censo, el desplazamiento de la Sagrada Familia a Belén, y fundamentalmente el año en que este se realizó, e incluso si el mencionado empadronamiento de verdad existió son habitualmente fuente de numerosas controversias.


Según Josefo, el censo tuvo lugar en el año 6 d.C. siendo gobernador Quirino, y, como la cuestión de fondo no era otra que el dinero, “surgió Judas el Galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí”, tal cual aparece mencionado en He 5,37. Además, Quirino habría estado activo en el entorno siríaco-judío en aquel período, y no antes. Pero estos hechos lejos están de ser concluyentes, pues hay indicios que Quirino habría intervenido en Siria, por encargo del emperador en torno al año 9 a.C. Y ahí aparecen las explicaciones de diversos estudiosos, que indican que el censo se realizaba en dos etapas: Primeramente se registraban tierras e inmuebles, es decir, las propiedades; la segunda etapa consistía en la determinación de los impuestos que efectivamente debían pagarse. La primera etapa tuvo lugar en el tiempo del nacimiento de Jesús, y la segunda, años después, fue la que suscitó la insurrección anteriormente mencionada[5].


A la hora de la muerte del emperador Augusto, cuenta el historiador Suetonio, se encontró entre sus papeles un Breviarium Imperii, en el cual estaban registrados  los recursos públicos, cuántos ciudadanos romanos y aliados estaban bajo sus armas, el estado de las flotas, de los reinos asociados, de las provincias, de las tribus, impuestos y necesidades. Para poder tener este control necesitaba haber hecho frecuentes censos y hay datos históricos de que en Egipto se realizaba uno cada catorce años. No es para nada inverosímil que también en Palestina estos censos se repitieran con frecuencia y hubiese más de aquellos que de los que tenemos datos rigurosamente históricos[6].


«¿Por qué José y María (en un avanzado estado de gestación) se desplazaron a empadronarse a su lugar de origen y no lo hicieron donde vivían? Esta circunstancia no es muy común en los censos romanos provinciales, aunque se tiene constancia de censos de este tipo a inicios del siglo II d.C en Egipto, por lo que no se puede descartar del todo que Roma respetara las costumbres de un pueblo como el judío tan apegado a sus tradiciones con el fin de evitar revueltas»[7].


La otra objeción que se presenta es que estos censos no requerían necesariamente el acompañamiento de la esposa. Esto carece de peso argumentativo por dos razones: En primer lugar, aunque no hubiera sido necesario que María acompañara a José a Belén, hubiera podido ir por su propia voluntad, teniendo en cuenta las condiciones en que se encontraba, además, si María había meditado las palabras del Ángel, de que su hijo heredaría “el trono de su padre David” es factible que pudiera desear que su hijo naciera en Belén, “la ciudad de David”; en segundo lugar, existe constancia de censos donde sí era requerida la presentación de la mujer[8].



[1] H. Wayne House, Timothy J. Demi: Respuestas a preguntas sobre Jesús. Editorial Portavoz. EEUU. 2014.

[2] Padre Oscar Lukefahr, C. M.: Guía Católica para la Biblia. Editorial Bonum. Buenos Aires. 2006.

[3] Padre Oscar Lukefahr, C. M.: Guía Católica para la Biblia. Editorial Bonum. Buenos Aires. 2006.

[4] Francisco Menchen Barba: La tumba de Cristo. 2011.

[5] Joseph Ratzinger: La infancia de Jesús. Ed. Planeta. 2012.

[6] José Luis Martín Descalzo: Vida y misterio de Jesús de Nazaret, I. Los comienzos. Ed. Sígueme. Salamanca. 1987.

[7] Livia Augusta: Augusto y el censo de Belén. En internet: http://augusto-imperator.blogspot.com/2014/12/augusto-y-el-censo-de-belen.html

[8] Robert H. Stein: Jesús, el Mesías: Un estudio de la vida de Cristo. Ed. Clie. Barcelona. 2006.


Mariano Torrent

Fragmento de mi libro Habitó entre nosotros (2019), con algunos agregados posteriores.

Otra cuestión histórica no exenta de polémica es la fecha en la cual Jesús nació. Son muchas las voces que se alzan contra el día en que los cristianos (y no cristianos también) celebramos la Navidad.


Por caso, los Testigos de Jehová no festejan la Navidad bajo el argumento de que no hay pruebas de que Jesús naciera el 25 de diciembre, y que, «según el Diccionario del cristianismo, esta fiesta fue “instituida en Roma hacia 330” de nuestra era, más de dos siglos después de la muerte del último de los apóstoles»[1].


Antes de referirnos a las pruebas a favor del 25 de diciembre como fecha de nacimiento de Cristo, quiero abordar la cuestión de que la fiesta fue “instituida en Roma hacia 330”. La referencia al año 330 muy probablemente se trate de una confusión generada porque la primera mención de la Navidad celebrándose un 25 de diciembre aparece en el Calendario Filocaliano[2], compuesto en Roma en el año 336. Pero esta mención en realidad lo que demuestra es que la costumbre ya estaba vigente en Roma por aquel tiempo, no necesariamente que haya empezado a celebrarse en el año que es mencionado.


Contrariamente a lo que señalan las denominaciones que descreen de la fecha de la celebración de la Navidad, existe una antiquísima tradición, que data casi desde el siglo primero, que ubica el nacimiento del Salvador en esa fecha[3].

Actualmente, gracias a los documentos de Qumram, podemos decir con precisión que Jesús nació un 25 de diciembre[4].


Vamos por parte: Si Jesús nació un 25 de diciembre, la concepción virginal ocurrió nueve meses antes, fecha en que los calendarios cristianos sitúan la anunciación del Ángel Gabriel a María. Sabemos por el propio Evangelio de Lucas que exactamente seis meses antes Isabel había concebido a Juan el Bautista. Nuestra Iglesia no tiene una fiesta litúrgica para tal concepción, en cuanto que las antiguas Iglesias del Oriente la celebran entre el 23 y el 25 de septiembre, seis meses antes de la Anunciación a María, fechas consideradas durante largo tiempo como imposibles de verificar históricamente.


Pues parece que lo inverificable se puede comprobar. Es precisamente de la concepción de Juan que debemos partir. El Evangelio de Lucas se abre con la historia del matrimonio de ancianos, Zacarías e Isabel, resignados a la esterilidad, una de las peores desgracias en Israel. Zacarías pertenecía a la casta sacerdotal, y estando de servicio en el templo de Jerusalén, tuvo la visión de Gabriel (el mismo ángel que seis meses después se presentará a María, en Nazaret) que le anunciaba que, a pesar de la edad avanzada, él y su mujer habrían de tener un hijo, al que deberían llamar Juan y sería “grande delante del Señor”. Lucas tuvo el cuidado de precisar que Zacarías pertenecía a la clase sacerdotal de Abías y que cuando tuvo la aparición “oficiaba en el turno de su clase”. Aquellos que en el antiguo Israel pertenecían a la casta sacerdotal estaban divididos en 24 clases que, turnándose en orden inmutable, debían prestar servicio litúrgico al templo durante una semana, dos veces por año. El clan al que pertenecía Zacarías, el de Abías, era el octavo en el elenco oficial. Pero, ¿Cuándo caían sus turnos de servicio? Nadie sabía. Pues bien, utilizando pesquisas desarrolladas por otros especialistas y trabajando sobre todo en los textos encontrados en la biblioteca de los esenios de Qumram, el enigma fue revelado por el profesor Shemarjahu Talmon, el cual enseña en la Universidad hebraica de Jerusalén. Sí, un profesor judío cuya investigación favorece una fecha histórica del cristianismo. El docente logró precisar en qué orden cronológico se sucedían las 24 clases sacerdotales. La de Abías prestaba servicio litúrgico en el templo dos veces por año, como las otras, y una de esas veces era en la última semana de septiembre. Por tanto, era verosímil la tradición cristiana oriental que sitúa entre el 23 y el 25 de septiembre el anuncio a Zacarías. Pero tal verosimilitud se aproxima a la certeza porque, estimulados por el descubrimiento del profesor Talmon, los estudiosos reconstruirán el hilo de aquella tradición, llegando a la conclusión que ella provenía directamente de la Iglesia primitiva judeo-cristiana de Jerusalén.


Una cadena de eventos que se extiende a lo largo de 15 meses: en septiembre, el anuncio a Zacarías y en el día siguiente a la concepción de Juan; el marzo, seis meses más tarde, el anuncio a María. Con este último evento llegamos justamente al 25 de diciembre, día que, por tanto, no fue fijado al acaso. Detalles aparentemente inútiles, a los que ningún exégeta prestaba atención, como la clase sacerdotal a la que pertenecía Zacarías muestran de repente su razón de ser, o su carácter de señal de una verdad escondida pero precisa.


«Algunos cuestionan la probabilidad de que el nacimiento tuviera lugar en invierno en Belén. Esto no sería probable, dado que se nos dice que durante el invierno las ovejas no están en el campo, sino en los rediles para protegerse del frío. Sin embargo, existen bastantes evidencias de que no se permitía que las ovejas vagasen por el campo en invierno, pero que alrededor de Belén esto era permisible. Además, como los inviernos suelen ser suaves, la temperatura no sería un problema. Por lo tanto, los pastores pudieron estar perfectamente cuidando de sus rebaños en un diciembre o un enero poco fríos, cuando el anuncio de la hueste angelical les llevó a visitar al bebé en una cueva de Belén»[5].


Hay otro detalle a tener en cuenta, que tiene que ver con los rebaños, los cuales se diferenciaban en tres tipos: los compuestos sólo de ovejas de lana blanca, consideradas puras y que después de pastar volvían a entrar en el redil en el centro de las poblaciones; los que estaban formados por ovejas de lana en parte blanca y en parte negra, que por la tarde entraban en rediles dispuestos a las afueras de las poblaciones; y las ovejas de lana negra, consideradas impuras, que no podían entrar ni en las ciudades ni en los rediles, y debían permanecer a la intemperie con sus pastores en cualquier periodo del año. El Evangelio indica que los pastores hacían turnos de guardia, lo que indicaría una noche larga y fría, propia del contexto invernal[6].


Voy a transcribir algo más acerca de los pastores: «Belén era región de pastores. Lo había sido muchos siglos antes cuando David fue arrancado de sus rebaños para ser ungido por Dios como rey y guía del pueblo de Israel. Pero este glorioso precedente no había influido en la fama que los pastores tenían en tiempos de Cristo. Un pastor era entonces un ser despreciable, de pésima reputación. En parte la suciedad a que les obligaba el hecho de vivir en regiones sin agua, en parte su vida solitaria y errante, les habían acarreado la desconfianza de todos. Si no les fuésemos necesarios para el comercio -comentaba un «hombre de la tierra» que logró llegar a rabino- nos matarían. No dejes - decía un adagio de la época - que tu hijo sea apacentador de asnos, ni conductor de camellos, ni buhonero, ni pastor, porque son oficios de ladrones. Esta creencia hacía que los fariseos aconsejasen que no se comprase leche ni lana a los pastores, porque había gran probabilidad de que fuera robada. Y los tribunales no aceptaban a un pastor como testigo válido en un juicio. Es a estos hombres a quienes Cristo elige como testigos de su nacimiento»[7].




[1] ¿Por qué los testigos de Jehová no celebran la Navidad? En internet: https://www.jw.org/es/testigos-de-jehová/preguntas-frecuentes/por-qué-no-celebran-la-navidad/


[2] Se trata de un manuscrito romano ilustrado que contiene una colección de documentos históricos reunidos en el año 354, tales como listas de reyes, dictadores y emperadores romanos  de aquella época, además de, por ejemplo, una descripción topográfica de Roma por aquellos años.


[3] José Luis Martín Descalzo: Vida y misterio de Jesús de Nazaret, I. Los comienzos. Ed. Sígueme. Salamanca. 1987.


[4] El punto de partida de este apartado puede encontrarse en: Jesús nació verdaderamente el 25 de diciembre – Vittorio Messori. En internet: https://laverdadofende.blog/2017/12/25/jesus-nacio-verdaderamente-el-25-de-diciembre-vittorio-messori/


[5] H. W. House, T. J. Demy: Respuestas a preguntas sobre Jesús. Editorial Portavoz. EEUU. 2011.


[6] ¿Por qué la Navidad es el 25 de diciembre? En internet: https://www.primeroscristianos.com/por-que-navidad-es-el-25-de-diciembre/


[7] José Luis Martín Descalzo: Vida y misterio de Jesús de Nazaret, I. Los comienzos. Ed. Sígueme. Salamanca. 1987.


Mariano Torrent


 Comentario al Evangelio del domingo 26 durante el año, Ciclo B.



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 Comentario al Evangelio del domingo 25 durante el año, Ciclo B.


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En esta playlist se encontrarán las sucesivas entregas de un curso de Cristología que estoy ofreciendo gratuitamente en Youtube. 

El objetivo es fortalecer la fe cristiana en el Hijo de Dios, y poder compartir un diálogo genuino con aquellos que no creen en el Salvador del mundo, iniciando el recorrido desde la confirmación de que en el siglo I de la era cristiana existió en Palestina "un tal Jesús", para luego ir mostrando de forma racional que la fe en el Señor de la historia no es un cuento de hadas, o un invento de un grupo de seguidores desvariando, sino una realidad que tiene bases sólidas si estudiamos el tema despojándonos de prejuicios.

Quedo abierto a dudas, consultas, comentarios, es decir, a todo aquello que contribuya a mejorar esta modesta propuesta.


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Este Sacramento confiere al cristiano una gracia especial para enfrentarse a las dificultades propias de la vejez o una enfermedad grave. Si bien es verdad que el Sacramento en sí mismo no es necesario para la salvación del alma, no es menos cierto que a nadie le es lícito desdeñar su administración, por lo cual debe procurarse con suma diligencia que los enfermos puedan recibirlo estando en pleno uso de sus facultades mentales.

A lo expuesto sumemos la obligación natural de todo cristiano de prepararse del mejor modo para la muerte, lo que otorga un rol esencial a quienes rodean al enfermo para advertirle sobre su situación, sugiriéndole sobre la conveniencia de recibir la Unción y oficiando como nexo para que esto ocurra, ni demasiado tarde ni excesivamente temprano, actuando siempre con caridad cristiana y sentido común. Esta práctica estaba muy extendida en la Iglesia primitiva, tal como nos relata el apóstol Santiago:

¿Hay alguno enfermo? Que llame a los ancianos de la Iglesia, que oren por él y lo unjan con aceite en el nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al que no puede levantarse; el Señor hará que se levante; y si ha cometido pecados, se le perdonarán. (Stgo 5,14-15)

Que este Sacramento estaba plenamente incorporado a la vida de la Iglesia se evidencia a partir de las palabras de Orígenes, a mediados del siglo tercero, donde se refiere al cristiano penitente:

«No rehúye declarar su pecado a un sacerdote del Señor y buscar medicina. . . [de] lo cual dice el apóstol Santiago: 'Si, pues, hay alguno enfermo, llame a los presbíteros de la Iglesia, y le impongan las manos, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor; y la oración de fe salvará al enfermo, y si estuviere en pecados, le serán perdonados'» (Homilías sobre Levítico 2: 4).

Esencialmente, consiste en ungir la frente y las manos del enfermo acompañando este acto con una oración litúrgica, realizado todo por un sacerdote u obispo, que son los únicos ministros que pueden administrar el Sacramento. Conocido históricamente como Extremaunción por el hecho de administrarse solamente in articulo mortis (a punto de morir), en la actualidad puede recibirse más de una vez, siempre en caso de enfermedad grave, porque este Sacramento no imprime carácter:

«Si un enfermo que recibió la unción recupera la salud, puede, en caso de nueva enfermedad grave, recibir de nuevo este sacramento. En el curso de la misma enfermedad, el sacramento puede ser reiterado si la enfermedad se agrava. Es apropiado recibir la Unción de los enfermos antes de una operación importante. Y esto mismo puede aplicarse a las personas de edad edad avanzada cuyas fuerzas se debilitan». (Catecismo, 1515)

¿Qué aporta, fundamentalmente, la Unción? Une al enfermo con la Pasión de Cristo, no solo en beneficio propio, sino para toda la Iglesia, que mediante este acto «encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que los resucite y los salve. Y, en efecto, les exhorta a contribuir al bien del Pueblo de Dios uniéndose libremente a la Pasión y muerte de Cristo» (Catecismo, 1499)

A nivel individual, se obtiene ánimo, consuelo y paz (décadas de terapia humana no pueden ofrecer al individuo estas condiciones fundamentales para afrontar las vicisitudes de la vida), además del perdón de los pecados en caso que el enfermo no haya podido obtenerlo mediante el Sacramento de la reconciliación, lo que representa una inmejorable preparación para el paso a la vida eterna. Si conviene a la salud espiritual la Unción es un medio para restablecer la salud corporal, pero los efectos más beneficiosos siguen siendo los detallados anteriormente.

La escasa formación de muchos católicos conduce a una mala interpretación de la misericordia divina en relación a las enfermedades físicas. En un exceso de expectativas, se llega a considerar que aquel cristiano que no recibe la curación de todas sus enfermedades refleja exteriormente su falta de fe. La Escritura viene una vez más en nuestro auxilio ante estas desviaciones, confirmando que Dios no siempre sana las enfermedades físicas que nos afligen:

Recuerden que en los comienzos, cuando les anuncié el Evangelio, yo estaba enfermo. Aunque mis pruebas eran una prueba para ustedes, no me despreciaron ni me rechazaron, sino que me acogieron como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús. (Gál 4,13-14)

Pablo predica a los gálatas estando enfermo. Según la lógica humana, ¿Qué mejor para Dios que un apóstol libre de dolencias para llevar adelante su misión evangelizadora? Sin embargo, como creyentes sabemos que Dios sacó bienes de ese mal que aquejaba a Pablo. En otra oportunidad menciona que ha debido dejar en la ciudad de Mileto a su compañero Trófimo, que acompañó a Pablo en sus viajes misioneros durante más de una década, por estar enfermo:

Erasto se quedó en Corinto. A Trófimo lo dejé enfermo en Mileto. (2 Tim 4,20)

La enfermedad como tema nos invita a reflexionar con mayor amplitud, teniendo en cuenta que estamos frente a la situación cotidiana por excelencia donde el ser humano percibe su finitud y mortalidad, evidenciadas en fragilidad e impotencia ante aquello que no puede cambiar. Tenemos una “vocación de eternidad” ante la cual las afecciones actúan como una muralla que nos hace tomar conciencia de que llegará, más tarde o más temprano, el momento en que afrontaremos el juicio de Dios con un destino eterno, la felicidad del Cielo o la condena del infierno.

La enfermedad es una invitación a recordar una afirmación de San Pablo, válida para todo cristiano:

Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Tanto en la vida como en la muerte pertenecemos al Señor. (Rom 14,8)

La vejez es un estado similar a la enfermedad, porque en esa etapa se van desarrollando ciertos desequilibrios que comprometen la armonía del organismo, proceso que conduce inevitablemente a la muerte.

Considero importante una debida instrucción del servicio que la Iglesia, siempre atenta a las necesidades de las personas en todas las etapas de su vida, ofrece con la Penitencia, la Unción de los enfermos y la Eucaristía como viático, es decir, como alimento para ese camino, muchas veces empinado, que es el final de la vida.

A diferencia del mundo, donde las personas mayores o enfermas parecen estorbar, la Iglesia actúa como faro administrando estos sacramentos que “preparan para la Patria Celestial” (CIC, 1525). Son ritos muy apreciados entre los fieles, como ayuda sobrenatural para una buena muerte. Estamos inmersos en una cultura donde hablar del final de la vida terrena genera algo muy cercano al terror, pese a que es una realidad absolutamente cotidiana.

El cristiano debe hacer suyas las palabras especiales propias del viático: «Que el Señor Jesús te proteja y te conduzca a la vida eterna. Amén». Que Cristo resucitado guíe nuestro caminar para que cada día sea una constante preparación para encontrarnos con Él en la Patria definitiva.

Mariano Torrent

Señor Jesús, me dices “ven y verás”. Deseo y necesito ir hacia ti aunque a veces me lo impidan mi miedo, mi egoísmo, mi pereza.

Ayúdame a pasar por el mundo haciendo el bien, sabiendo que la verdadera libertad es dejarme guiar por tu misericordia.

Ayúdame a encontrarte en el dolor del anciano, en la sonrisa del niño, en los esfuerzos del que lucha por un mundo mejor.

Ayúdame a no permanecer indiferente ante el dolor de los pueblos destrozados por guerras, por aquellos que han caído en el flagelo de las adicciones, por los que padecen necesidades.

Ayúdame a ser testimonio de amor y solidaridad para los débiles y enfermos, para que mi mano extendida hacia ellos los lleve a experimentar la alegría de encontrarse contigo.

Señor Jesús, me dices “ven y verás” cuando sé que en realidad eres Tú el que vienes hacia mí perdonando las veces que me olvidado de ti.

Amén.

Mariano Torrent

El Evangelio de Juan relata solamente siete milagros de Jesús. El propósito del autor es mostrar algunas facetas del misterio de Cristo, por eso limita su narración en cuanto a lo sobrenatural a algunos hechos puntuales. En el caso concreto de la multiplicación de los panes, es el único acto milagroso de Jesús que aparece en los cuatro evangelios antes de la resurrección, lo que nos da la pauta de que debía tratarse de uno de los prodigios de Jesús más recordados por las comunidades cristianas posteriores.

Jesús, siempre misericordioso con las necesidades físicas y espirituales de la gente, toma la iniciativa para satisfacer el hambre de la multitud que lo sigue. Él no solo alimentaba a la gente con la Buena Noticia, con parábolas que iban revelando progresivamente de qué se trataba ese maravilloso Reino de Dios que había venido a anunciar, sino que también se preocupaba por el hambre de sus hermanos.

Hay también una enseñanza para los discípulos de todas las épocas: incluso en los momentos en que los recursos parecen ser escasos, hay que aprender a confiar en el Señor, ofrecer lo poco que tenemos, que Él pondrá el resto. Ante las dificultades, nuestro “casi nada” puede convertirse en un “casi todo” si dejamos a obrar a Cristo.

¿Quién es el “instrumento humano” en este caso? Un niño, un muchacho, del que la posteridad no tendrá mucho más para contar sobre su persona que haberle acercado al Señor de la historia cinco panes de cebada y dos pescados. He aquí el punto de partida para alimentar a cinco mil hombres (en esta estadística no se cuentan mujeres y niños, por lo cual es muy probable que la cifra inicial deba como mínimo duplicarse para tener una noción más sólida de la multitud hambrienta a la que había que alimentar).

Jesús pide que hagan sentar a la gente. Su Pascua es camino, no meta. ¿Cómo podrían aquellos que van a participar de un banquete invitados por el Mesías que tanto esperaban, dejar sus vidas al arbitrio de la prisa y la urgencia? El corolario de una espera de generaciones es un encuentro con el Buen Pastor que guía a sus ovejas con la sabiduría de quien no las conduce a un nuevo redil sino a la auténtica libertad.

Nos encontramos al final de este pasaje con la reacción de los beneficiarios del milagro: reconocen a Jesús como el profeta que se levantaría en medio del pueblo (Dt 18,15) y desde una mentalidad netamente terrenal pretenden hacerlo rey, esperando abundancia de bienes terrenos y la liberación del yugo romano.

Jesús rechaza la aclamación efectista proveniente del poder fácil y la efusividad maleable de las masas. Su reino no es de este mundo (Jn 18,36) y no pretende lograr la transformación de los individuos a través de gestos ampulosos, sino conducirlos a un cambio interior que está en las antípodas de la manipulación mundana del dar para recibir.

La multitud no alcanzaba a comprender el alcance de lo que acababa de hacer Jesús, que se trataba ni más ni menos que de una entrega. Cristo hace una donación de sí mismo a este grupo de personas, posibilitando la comunión, la unión común entre aquellos que, incluso malinterpretando lo vivido, eran conscientes de ser parte de un momento único en la historia.

La entrega de Jesús no es forzosa, es gozosa, totalmente libre. Jesús viene a ofrecer el antídoto a la dominación política que esperaban sus contemporáneos, pero no al modo en que ellos lo imaginaban. En el final del pasaje, Jesús se dirige de nuevo a la montaña con la certeza de que sus gestos no siempre serán comprendidos correctamente, en el año 30 y en el 3.000 también.

Nosotros, en este siglo XXI cuyos adelantos técnicos y tecnológicos nos hacen creer que estamos de vuelta de todo y que no nos queda nada por aprender, ¿Sabemos interpretar y valorar adecuadamente cada gesto de amor de Jesús hacia los suyos?

Mariano Torrent

Hay una doble vía temática en la predicación profética: anuncio de castigo, acompañado por la proclama de la salvación. El anuncio del castigo encuentra su epicentro en la actitud infiel del pueblo, y el mensaje de salvación está asociado al amor misericordioso de Dios.

La cuestión es que un profeta no es solo el altavoz del mensaje divino, pues su humanidad necesita también expresar sus dudas, preocupaciones, su protesta, lanzar preguntas ante aquello que lo excede, sin dejar de ser un hombre de Dios, más bien reafirmando que la obediencia hacia el Creador no está en debate.

Concretamente, las confesiones de Jeremías, elemento clave para entender la oración individual en un pueblo signado por la comunicación colectiva hacia Dios, son partes de su libro donde podemos encontrar profundas reflexiones del profeta, que dan pie a lamentos, perplejidades o incluso quejas, sin querer separarse de Yavé ni desobedecerlo. Jeremías es un hombre de Dios cuyas lamentaciones se emparentan con algunos salmos donde se vierten súplicas, y también con los soliloquios del libro de Job.

En la figura de quien elige preguntar e incluso elevar su reclamo en los momentos de angustia, se reafirma la certeza de que Dios no dictó a los autores elegidos un texto utilizándolos a la manera de artefactos como la computadora que escribe mecánicamente, o el audio que reproduce las palabras del individuo que lo utiliza sino que, lejos de la pasividad, los escritores sagrados y los profetas supieron escuchar y reflexionar ante aquello que les generaba inquietudes.

El mensaje que Jeremías nos ofrece es que Dios espera de nosotros la honestidad de quien se abre con franqueza en lugar de ahogar sus dudas o elegir una respuesta torcida que lo llene de amargura. No podemos catalogar sus confesiones como una autobiografía en el sentido actual del término, pero sí son un testimonio contundente de las crisis que este hombre de Dios debió atravesar.

Cinco son, para ser precisos, los pasajes del libro que pueden catalogarse como confesiones: 11,18-12,6; 15,10-21;  17,12-18; 18,18-23; 20,7-18. Por cuestiones de espacio voy a transcribir el pasaje del capítulo 20, en los versículos que van del 7 al 13:

¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido! Soy motivo de risa todo el día, todos se burlan de mí. Cada vez que hablo, es para gritar, para clamar: «Violencia, devastación!» Porque la palabra del Señor es para mí oprobio y afrenta todo el día. Entonces dije: «No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su Nombre.» Pero había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía. Dijo el profeta Jeremías:    Oía los rumores de la gente: «¡Terror por todas partes! ¡Denúncienlo! ¡Sí, lo denunciaremos!» Hasta mis amigos más íntimos acechaban mi caída: «Tal vez se lo pueda seducir; prevaleceremos sobre él y nos tomaremos nuestra venganza.» Pero el Señor está conmigo como un guerrero temible: por eso mis perseguidores tropezarán y no podrán prevalecer; se avergonzarán de su fracaso, será una confusión eterna, inolvidable. Señor de los ejércitos, que examinas al justo, que ves las entrañas y el corazón, ¡que yo vea tu venganza sobre ellos!, porque a ti he encomendado mi causa. ¡Canten al Señor, alaben al Señor, porque Él libró la vida del indigente del poder de los malhechores!

Palabras signadas por el dramatismo, que posiblemente hayan sido pronunciadas alrededor del 605-604 a.C., cuando Jeremías sufrió la persecución del rey Yoyaquim. El término que mejor puede resumir este fragmento es crisis, cuando los fundamentos de la vocación divina parecen desmoronarse al culminar un arduo trabajo donde se considera que el único resultado ha sido el fracaso.

Quienes experimentan el amor de Dios sienten el deseo supremo de compartirlo con todo el mundo, especialmente a quienes aún no lo conocen o viven en la indiferencia ante el Señor. Jeremías habla de un “fuego ardiente aprisionado en mis huesos” (v. 9) con la certeza de que, más allá de las amenazas recibidas y la violencia (v.8) el Señor está con él y no lo abandonará (v.11). Jeremías, convencido de la presencia constante de Dios, se mantiene en la fidelidad a Él.

Quien pretenda cumplir la voluntad de Dios tiene que permitirse a sí mismo la vulnerabilidad, que no es una falencia, sino la virtud de aquel que se sabe limitado y deja al Padre obrar en su interior y guiarlo por un camino que no siempre va a coincidir con lo que el mundo propone. Jeremías, en la soledad del profeta que ve cómo sus contemporáneos dan la espalda a su mensaje de liberación, prefigura en gran medida el ministerio mesiánico de Cristo, rechazado incluso en su propia tierra.

Para poner estos versículos en términos actuales, nos encontramos con la exteriorización (una “descarga emocional”) cruda y sin eufemismos del sufrimiento de  un alma atribulada ante un panorama donde el odio hacia su persona y la incomprensión ante la misión que Dios le ha encomendado hacen mella en el talante de un profeta evidentemente sensible. ¡Qué penoso debe resultar que tu propio pueblo te excluya por recordar ciertas exigencias espirituales que pocos están dispuestos a cumplir!

En resumen, las confesiones de Jeremías son un testimonio cabal de su personalidad, en las que abre su corazón al Señor con total sinceridad, expresando sus padecimientos con una contundencia que se hace evidente en la crudeza de sus palabras. Sus consignas impopulares lo llevan a ser resistido por las autoridades y el pueblo, e incluso por sus familiares. Asumiendo en muchos casos su vocación como un fracaso intolerable, termina por maldecir el día en que nació (Jer 20,14).

No es exagerado hablar de él como un anti-Moisés, llegando al punto de ser forzado a abandonar su tierra y marchar a Egipto, donde muere asesinado por sus propios compatriotas seis años después. Definitivamente, su testimonio es de gran utilidad a la hora de revelarnos los desafíos que pueden vivirse en cualquier época cuando lo que se busca es agradar a Dios, aunque eso implique ir en contra del mundo.

Pidamos al Señor que nos conceda un corazón siempre dispuesto a escucharlo y ser su voz ante aquellos que nos rodean, transitando el camino que Él nos indica para poder guiar a la senda correcta a aquellos que dan la espalda a Dios (Jer 7,23-24).

Mariano Torrent


Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas». En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!» Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado». (Lc 18,9-14)

Jesús nos enseña a orar presentando lo que podríamos llamar dos modelos antagónicos. Se trata de dos personajes de los cuales no tenemos mayores señas de identidad, y desconocemos por caso el nombre de cada uno. Esto no es casual: se trata de arquetipos que invitan a la reflexión y nos interpelan para discernir dónde queremos ubicarnos.

Por un lado, un fariseo[1], totalmente seguro de sí mismo, que reza de pie, que no considera tener en su vida pecado alguno, y que por lo tanto no tiene nada de lo que arrepentirse. Su presunción nace de una concepción de Dios como alguien que desprecia al pecador, y él actúa de igual manera, lo que ocasiona además que esté totalmente seguro de ir por la senda correcta, jactándose de ser un israelita ejemplar que ayuna dos veces por semana y cumple escrupulosamente con el pago del diezmo.

El publicano, por su parte, se presenta portando la certeza de su culpabilidad, lo cual expresa ya en su actitud exterior, en cómo realiza su plegaria. Él no se anda jactando de actitudes propias, ni se compara con otros hombres tan o más pecadores que él, sino que piensa sólo en cómo afrontar su propia culpa y para eso pide a Dios misericordia. El publicano está haciendo todo lo que está a su alcance para tener una profunda conversión.

Lo particular es que la oración del fariseo es tan auténtica como la del publicano. Ambos reflejan lo que hay en su interior, aunque es cierto que en el caso del fariseo no hay una verdadera oración, porque no puede haber un diálogo genuino con el Padre despreciando a los demás y subiéndose a un pedestal imaginario, porque en esa exaltación que hace el fariseo de sí mismo no está honrando a Dios.

En concreto, el fariseo ha sido derrotado por uno de los enemigos más grandes de la oración, que es el auto engaño de la aparente suficiencia que nos impide reconocer la indigencia y las limitaciones propias de nuestra naturaleza pecadora. De esta forma, ha formado en su mente la idea de que Dios espera de sus hijos el cumplimiento de prácticas minuciosas que marcan un límite entre “los que cumplen” y aquellos cuyas inobservancias merecen ser castigadas con severidad.

Falta además en el fariseo un factor clave que despierta en el creyente la necesidad de la oración, que es el deseo de Dios. Pensemos cuando nosotros con el celular le mandamos un audio o le escribimos a una persona para contarle algo, o para saber cómo está. Existe en ese caso, de nuestra parte, una necesidad de comunicación. En la oración pasa lo mismo: Dios ha puesto en nosotros la necesidad de comunicarnos con Él.

La oración requiere dos condiciones básicas: perseverancia y humildad. Dios nos regaló la capacidad de comunicarnos, y nosotros elegimos desde qué lugar responder, conociendo nuestras limitaciones o dejándonos guiar por la vanidad. En la disyuntiva, no hay mejor camino que la perseverancia de saber que la respuesta de Dios a nuestra plegaria siempre va a ser concedernos lo mejor para nosotros, que no va a ser necesariamente lo que estamos pidiendo.

Nos dice el Señor que quien se humilla será ensalzado, y la base de la oración siempre tiene que ser la humildad, porque la oración es apertura para escuchar a Dios diciéndome que me ama. De esta forma revelo quien soy ante aquel que se me ha revelado previamente. En la oración veo que soy pequeño, pero también veo que soy amado.

Debo preguntarme: en una sociedad de “fariseos practicantes”, ¿No soy acaso uno de ellos, proclive a mirar a los que pasan a mi lado por encima del hombro? ¿No lleno horas de mi vida evaluando, muchas veces con saña, las actitudes y decisiones de los demás?

Si hay experiencia cotidiana que no realiza distinciones es la ir al médico. Todos alguna vez nos hemos encontrado cara a cara con un profesional de la medicina. ¿Qué hemos ido a hacer ahí? A presentarle algún problema físico que nos aqueja, esperando que esta persona nos ofrezca el principio de solución para esta aflicción.

Pensemos ahora de qué forma podría ayudarnos el galeno si llego ante él contándole síntomas que afectan a mi vecino, o a un compañero de trabajo, en lugar de los míos. Sería no solo una pérdida de tiempo, sino también una auténtica falta de respeto. Lo mismo hago si acudo a Dios para hablar de miserias ajenas sin hacer un correcto ejercicio de introspección y pedirle que sane las mías.  Nota para el camino: estar pendiente de las limitaciones de los demás no aporta nada positivo a mi salvación eterna.

Al momento de rezar siempre estoy poniendo en juego la concepción que tengo de Dios. ¿Me invita el Padre a tener con Él una relación de confianza? Totalmente. Pero eso no significa pasarse al bando de los “confianzudos” y que, como quien desparrama chismes en la búsqueda de interlocutores, base mi comunicación con Dios en un pretendido derecho de hablar mal de los demás.

La oración es un regalo demasiado hermoso para tirarla por la borda desprestigiando al prójimo, en lugar de utilizarla para pedir el discernimiento necesario para ponerme en lugar del otro y entender por qué actúa así. A lo mejor no lo hemos notado, pero el desdén a los demás como práctica cotidiana nos aleja de Jesús de tal forma que terminamos reflejándonos en aquellos que lo condenaron a la Cruz:

Herodes con su guardia lo trató con desprecio; para burlarse de él lo cubrió con un manto espléndido y lo devolvió a Pilato. (Lc 23,11)

¿Cuál es la forma de oración que cumple su objetivo? Aquella que, en lugar de despreciar a los demás, pide convertirse en el alimento que nos permita ver al prójimo con los ojos de Dios, que valora la dignidad de cada persona y espera que nosotros actuemos de la misma manera.

Es por eso que Jesús no permanece neutral en su relato, como aquel narrador que describe mecánicamente lo que ocurre. Por el contrario, aprueba el proceder del publicano y rechaza el cinismo del fariseo que a pesar de su ego desmedido no ha aprendido que la oración autocomplaciente es en realidad una cáscara vacía.

Tengamos como objetivo aprender a convivir mejor con los demás, con el diálogo y la escucha como signos de fraternidad y remedio para los prejuicios, y que al reconocernos como pecadores permitamos que el Espíritu Santo transforme nuestras vidas.



[1] Como grupo dentro del judaísmo, los fariseos se destacaban por su estricta observancia de la ley, que los llevaba incluso a separarse de los no observantes.

Mariano Torrent


La Sagrada Escritura nos muestra en el Antiguo Testamento cómo Dios eligió y guió a su pueblo que, pese a saber que había recibido el favor de Dios, una y otra vez actuó de modo desastroso incurriendo en más de una oportunidad en la barbarie, y nunca dejó de ser el pueblo elegido, no por sus virtudes, sino porque Dios estaba con ellos pese a todo.

Cuando Dios libera a los israelitas de la esclavitud de Egipto para conducirlos a la Tierra Prometida, vemos que la respuesta de este grupo fue darle la espalda, adorando al becerro de oro en una especie de Síndrome de Estocolmo religioso, pues se trataba de la deidad del país que los había esclavizado.

Dios sigue con ellos, no está en sus planes abandonarlos, sino corregirlos las veces que haga falta, porque el Padre no es un dios pagano preso de sus caprichos, que abandona a los suyos por no estar a la altura de los acontecimientos; muy por el contrario, en los peores momentos de la condición humana - tanto individual como colectivamente hablando - se destaca más que nunca la fidelidad de Dios y su compromiso de conducir a las ovejas descarriadas por la senda correcta.

¡El pecado daña, y vaya si es capaz de provocar catástrofes cuyas consecuencias son generalmente imposibles de avizorar! Nuestros pecados incluso llevaron a Cristo a la cruz, que no abandonó a su Iglesia por dicha razón sino que se entregó por ella, amándola hasta dar su vida. Y si es Cristo con su entrega quien santifica a la Iglesia, eso quiere decir que nuestros pecados, más allá de su triste capacidad de renovación y actualización, nunca podrán anular la obra salvífica de la Iglesia que Cristo fundó y santificó.

Camina entre la ingenuidad y la malicia especular que los primeros cristianos de la Iglesia de Jesús se descarriaron en algún momento y por ello Dios los abandonó  para hacer surgir, siglos después, una nueva Iglesia “libre de pecados y vicios”. Teorías de este tipo solo pueden proliferar cuando no se presta la debida atención a cómo la Biblia relata la relación entre Dios y su Pueblo.

No son pocos - y esta equivocación no es patrimonio exclusivo de los no católicos, también entre los “nuestros” aparece esta tendencia - los que pretenden juzgar negativamente a casi 1.400 millones de católicos a partir de la “miseria espiritual” de un cierto grupo que a ojos de los críticos no actúan siguiendo el ejemplo de Cristo.

¡Qué pena que los que señalan con el dedo solo tengan ojos y oídos para los que caen y no reparen en aquellos que sirven a sus hermanos desde el amor, como claro reflejo del amor Trinitario! Cuando se adopta la actitud del fariseo que centra su vida en condenar a los demás,  y no en el publicano que asume sus desviaciones para pedir perdón por ellas al Señor e intentar enmendarlas, uno deja de percatarse de que en la condición humana el pecado está a la vuelta de la esquina.

Dentro de ese contexto, es indudable que el católico peca, pero la acción no se produce por una cuestión de pertenencia religiosa, es decir, no somos “pecadores exclusivos”, sino que sufrimos la misma enfermedad que el resto de la humanidad. En cuanto a aquellos que miran a los demás agradeciendo “no ser como los demás hombres”, debo advertirles que ¡Son como los demás hombres!

El pecado nos infecta a todos, y la única solución no es el pedestal de la crítica despiadada, sino correr a la Iglesia y empezar por dejarse lavar los pecados por Jesús, que está con los suyos todos los días hasta el fin del mundo, aunque algunos no sepan aprovechar y honrar esa Gracia maravillosa de que el Señor no nos haya dejado librados a nuestra suerte.

Humanamente hablando, existen médicos malos que no honrar su vocación. Incluso hay profesionales de la salud que atentan de forma directa contra la vida de sus pacientes, pero sería totalmente ilógico negar el valor de la profesión médica y de la medicina en general por los casos aislados que pueden opacar a los que sí hacen las cosas bien. En paralelo a esto, la Iglesia, lejos de excluir a los pecadores, los recibe con los brazos abiertos, a semejanza de la Parábola del Hijo Pródigo, para guiarlos hacia el Camino, la Verdad y la Vida.

La Iglesia es Santa y Pecadora. Lo es en mayúsculas y agradeciendo al Señor el Don de esa aparente ambigüedad. Es Santa porque su santidad proviene de Cristo resucitado, a través de la Gracia eficaz, que se hace visible por medio de los Sacramentos, que alimentan a los fieles y los guían en su camino hacia el Cielo.

Es también pecadora, al estar compuesta por hombres que nos sabemos plagados de imperfecciones, con las limitaciones propias de la magullada condición humana y siempre necesitados de conversión, lo admitamos o no.

En el análisis de los críticos de la Iglesia que parten de esta como si de una mera institución humana se tratase hay un error primordial. La Iglesia no es, en su esencia, una institución humana, pues al tener origen divino, es a su vez de carácter divino. Pensemos en el celo de San Pablo para custodiar la fe de las primeras iglesias particulares a pesar de que en ellas no faltaban los conflictos, y que los intercambios de opiniones entre sus miembros no siempre se daban en los mejores términos.

Pero a pesar de la acumulación de enojos y rencillas, de la gente cuyo accionar era bastante dudoso y de las conductas reprensibles de muchos de aquellos cristianos, tan lejanos en el tiempo a nosotros y tan iguales en los vicios que nos impiden crecer, San Pablo siempre tuvo presente que el sacrificio redentor de Cristo no estuvo ni está condicionado por la fragilidad humana.

Que la Iglesia sea de carácter divino no impide abrazar su errante lado humano, y portar con orgullo las cicatrices que a través de los siglos le han dejado sus debilidades y flaquezas, porque si hay algo que los pecadores católicos sabemos con absoluta certeza es que la Gracia de Cristo es capaz de redimirnos a todos los que aceptamos la Buena Noticia de su amor por nosotros.

Mariano Torrent

La cruz es el emblema que resume la esencia del Cristianismo, es el instrumento del suceso más trascendental en la historia de la humanidad, por eso la cruz, y vuelvo a utilizar el término para reafirmar su importancia, es símbolo del cristiano, y no representa ningún tipo de derrota, sino que significa salvación, porque el Cristo de la cruz es sinónimo de triunfo sobre el pecado, por lo que se está representando es la victoria de la vida sobre la muerte, y esa vida es Vida Eterna, Vida en abundancia.

Despojada de la figura de Cristo, la cruz no es más que un instrumento de tortura que remite a lo peor de la condición humana, una herramienta que en su crueldad y por sus fines puede emparentarse con la horca o la silla eléctrica. Para que la cruz sea portadora y referencia ineludible del mensaje de salvación cristiano debe llevar a Cristo.

Ningún católico cree que la cruz es Dios; lo que afirmamos es que nuestro Dios, el Dios invisible, el Todopoderoso, manifiesta su poder como quiere y dónde quiere, incluso en objetos, y sirvan como ejemplos bíblicos la vara de Aarón, o la culebra hecha por Moisés y colocada en un asta.

Entonces, ¿De qué forma se relaciona con la cruz el verdadero cristiano? Dejemos que San Pablo nos oriente al respecto:

Porque el lenguaje de la cruz resulta una locura para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es poder de Dios. (1 Co 1,18)

En cuanto a mí, no quiero sentirme orgulloso más que de la cruz de Cristo Jesús, nuestro Señor. Por él el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo. (Gál 6,14)

Como quiero estar del “lado San Pablo de la vida”, debo entender que la cruz es poder de Dios y orgullo del cristiano en cuanto está vinculada al sacrificio de Cristo. Es sinónimo de salvación y vida, porque es una muestra de lo que Cristo hizo por nosotros, es símbolo del triunfo:

Anuló el comprobante de nuestra deuda, esos mandamientos que nos acusaban; lo clavó en la cruz y lo suprimió. Les quitó su poder a las autoridades del mundo superior, las humilló ante la faz del mundo y las llevó como prisioneros en el cortejo triunfal de su cruz. (Col 2,14-15)

La denominación religiosa que más acentúa la creencia de que Cristo no murió en una cruz son los Testigos de Jehová, que enseñan a los suyos que el Señor sufrió la pena capital en un madero vertical con las manos juntas hacia arriba, es decir, no separadas, tal como se ha aceptado históricamente. El primer escollo que se presenta para su tesis está en la propia Biblia:

Encima de su cabeza habían puesto un letrero con el motivo de su condena, en el que se leía: «Este es Jesús, el rey de los judíos.» (Mt 27,37)

Si Jesús hubiese estado en el madero de forma vertical el letrero debería haber sido puesto sobre sus manos, ante la inexistencia de espacio físico para ubicarlo entre su cabeza y sus manos juntas.

Para ejemplificar mejor qué creen los Testigos, transcribo un fragmento de una edición reciente de su Biblia:

No existe ninguna prueba de que en las Escrituras griegas cristianas staurós significase una cruz como la utilizada por los paganos como símbolo religioso muchos siglos antes de Cristo […]. No hay en absoluto pruebas de que Jesucristo fuera crucificado entre dos maderos entrecruzados. Nosotros no queremos añadir nada nuevo a la Palabra escrita por Dios, introduciendo en las Escrituras inspiradas el concepto pagano de la cruz, y por tanto traducimos el griego staurós por su acepción más sencilla.

Respecto a la palabra staurós, es cierto que genéricamente significa estaca o palo, pero hay que advertir que el término adquirió el sentido de cruz para hacer referencia al instrumento de tortura de dos brazos en el cual se llevaba a cabo la crucifixión. Esto se ve reafirmado en obras especializadas como el Léxico del Nuevo Testamento (vol. XII) de Kittel-Friedrich, que establece que el término usado para referirse a un solo palo (no a una cruz) es skólops (palo, estaca puntiaguda).

La palabra cruz con sus derivados aparece más de ochenta veces en los textos bíblicos, testimonio tan contundente que ha obligado a los Testigos, para mantener su doctrina, a “””””adaptar””””” el texto bíblico (aclaro que no es un error de tipeo la sobreabundancia de comillas) para que en lugar de cruz (σταυρός) aparezca “madero de tormento” y en lugar de crucificado “fijado en el madero”[1]. La palabra madero (xilon) aparece en apenas cinco oportunidades en la Escritura, pero con ello en realidad se está indicando el tipo de material, no la forma del mismo.

Sumaremos como testimonio lo que puede aportar al respecto la medicina. Una vez que la persona se encuentra colgada en posición vertical, la crucifixión deviene en una muerte lenta, fruto de una terrible agonía a causa de la asfixia. Esto se explica por la presión ejercida en los músculos, que pone el pecho en la posición de inhalación.

Para poder exhalar el condenado debía apoyarse en los pies, que lógicamente estaban fijos por los clavos que lo sujetaban al madero, para aliviar al menos momentáneamente la tensión de los músculos. Al lograr exhalar, la persona podía “relajarse” y descender para inhalar otra bocanada de aire. Luego debería continuar el proceso de empujar su cuerpo hacia arriba para exhalar, lo cual ocasionaría que raspe su espalda ensangrentada contra las asperezas de la cruz.

Este doloroso sube y baja continuaba hasta que la persona no pudiera empujarse hacia arriba para respirar, lo que provocaba su muerte. En el caso de Jesús, su cuerpo resistió esta situación durante algo más de tres horas. Cualquier persona que estuviera fijada con los brazos extendidos se sofocaría en minutos, mientras que alguien con los brazos extendidos hacia los lados en un ángulo de 60º a 70º, como en una cruz, podría resistir durante horas sin sofocarse.

Además de la Biblia y la medicina, también existe el testimonio de la historia, como el de San Justino Mártir, nacido alrededor del año 100, quien en su primera Apología ya menciona la figura de la cruz, comparándola al cuerpo humano cuando se levantan los brazos hacia los lados, a la vela del barco, y a otros paralelismos por el estilo.

Pero volviendo concretamente a los Testigos de Jehová, ellos no fueron siempre enemigos confesos de la creencia cristiana en lo tocante a la cruz. Muy por el contrario, en la mismísima portada de su revista Atalaya, aparecía desde 1891 un escudo donde podía observarse una cruz dentro de una corona, enmarcado por una guirnalda de laurel. Y ese mismo escudo era utilizado por este grupo como broche distintivo. Todo esto va a cambiar a partir de 1831, desapareciendo la cruz de la Atalaya y de sus libros, llegando hasta el panorama actual de negación sistemática de la cruz.

Los Testigos parecen actuar (para mal) de acuerdo a esta advertencia de San Pablo:

Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; se lo he dicho a menudo y ahora se lo repito llorando. La perdición los espera; su Dios es el vientre, y se sienten muy orgullosos de cosas que deberían avergonzarlos. No piensan más que en las cosas de la tierra. (Fil 3,18-19)

Oremos para que el Señor sea nuestra guía y de esta manera no caer nunca en el pecado de actuar como enemigos de la cruz de Cristo.



[1] Para comprobar la veracidad de mi afirmación, consultar en www.jw.org 1 Co 1,18 (madero de tormento) y Gál 2,20 (fiado en un madero) y comparar con las traducciones de esos versículos en las demás Biblias en bibliaparalela.com. Esta es una forma bastante efectiva para apreciar como este grupo agrega, quita o sencillamente inventa palabras en una evidente traición al original griego.

Mariano Torrent