El Gnosticismo: ni tan joven ni tan viejo


La historia de la Iglesia, Santa e Inmaculada (Ef 5,27), está signada, debido a la pequeñez humana, de desviaciones en muchos casos muy profundas de las enseñanzas que Cristo ha dejado para nuestra salvación. 

La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, y asumiendo la promesa del Señor de que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,18) y tampoco las mentiras y engaños de ciertos grupos que han pretendido desconocer la autoridad dada por el propio Jesús, ha cumplido con su misión de guiar al pueblo en la verdad, que, al fin de cuentas es lo que único que libera al hombre de las pesadas cadenas de las invenciones del Enemigo. 

Dentro de la amplia variedad de erróneas doctrinas que se sucedieron en los albores de la era cristiana, quiero referirme a tres herejías en concreto, cada una signada por presentar, con sus propios matices, puntos de disidencia en relación a la enseñanza de la Iglesia. Debido a lo difícil de abarcar conceptualmente este tema en poco espacio, abordaré la cuestión en dos partes, comenzando por una herejía que hunde sus raíces en el pasado, pero que, con variantes y disfraces está bastante presente en la cultura actual. 

El Gnosticismo es muy difícil de englobar en una definición homogénea, pero, a riesgo de caer en la inexactitud, lo definiré como un conjunto de “sistemas heréticos” con puntos en común que alcanzaron su mayor trascendencia en los siglos II y III. 

La expresión griega “gnosis” significa conocimiento. Se percibían a sí mismos como “gente que sabía”, y ese conocimiento - asumido como una señal de superioridad y que no se adquiría por aprendizaje o empíricamente sino por “revelación divina” - era la clave de la salvación. Un dios – no necesariamente el Dios judeocristiano - había creado el mundo material dejando en el ser humano una “chispa divina”. Y aquí es donde estos sabios entraban a desempeñar un rol, ayudando al individuo a liberar su “verdadera esencia” e identificarse con ese dios. 

Muchas desviaciones religiosas, como maniqueos – que tendrán su lugar, Dios mediante, en el próximo artículo - y mandeos son en realidad variantes del gnosticismo. 

Un eje temático primordial de esta herejía es la cuestión del mal. Si bien esto ha preocupado a los filósofos y pensadores desde que el hombre comenzó a indagar sobre el por qué de muchas cuestiones de difícil comprensión en su realidad cotidiana, la premisa aquí era que se trataba de un dualismo: hay un Demiurgo – un dios creador[1] del mundo material – que aparece como una figura opuesta al “verdadero Dios”. 

Para dar una idea de la peculiaridad de las ideas de este tipo de movimientos tan disímiles, tomemos como ejemplo una secta gnóstica conocida con el nombre de Arcónticos. 

Probablemente sea San Epifanio (310-403) el primer autor cristiano que hace alusión a este movimiento existente en Armenia y Palestina a mediados del siglo IV. La doctrina de la secta incluye la creencia en la existencia de siete cielos, gobernados por Arcontes[2] (príncipes) que cumplen la función de guardianes de las almas. En el séptimo cielo encontramos a Sabaoth, rey de los judíos y padre del demonio, que, viviendo en la tierra, se rebeló contra su padre, y engendró a Caín y Abel por medio de Eva. Caín mata a Abel, pero en esta versión cambia el móvil del hecho: la pelea era por su hermana, a quien ambos amaban. 

Teodoreto, obispo y teólogo sirio del siglo V, añade detalles que rozan lo espeluznante en relación a prácticas realizadas por algunos de estos herejes, como verter aceite y agua sobre las cabezas de los muertos, para que se vuelvan “invisibles a los Arcontes y sustraerlos de su poder”. 

Quizá la historia no depare a los Arcónticos - casi desconocidos por el común de la gente - un lugar prominente, pero he querido traerlos a colación como claro ejemplo de los conceptos tan singulares que enmarcaron al heterogéneo movimiento gnóstico, cuyas ideas son mucho más influyentes en la actualidad de lo que se podría considerar a priori. Tomemos como referencia una de las obras literarias más conocidas de las últimas décadas: El Código Da Vinci, del escritor estadounidense Dan Brown. 

Se trata de una aventura comercialmente exitosa por el cual se convirtió a un conjunto de divagaciones de hace varios siglos en un best seller que se mantuvo semanas al tope de la lista de libros más vendidos en muchos países del mundo. Pocos fenómenos definen más este mundo de cultura “la Biblia y el calefón” como encontrar en los rankings de libros más leídos de la historia a las Sagradas Escrituras junto a la obra de Dan Brown. Un material con escasísimo valor literario, escrito en base a especulaciones, tergiversaciones y descripciones erróneas de arquitectura, arte, geografía e historia, que bebe de una obra gnóstica del siglo segundo o tercero de la era cristiana. 

Se trata del polémico “Evangelio de Felipe” que ni es Evangelio - pues no trata la vida de Cristo - ni fue redactado por San Felipe Apóstol. El escrito presenta en realidad un centenar de pensamientos y reflexiones. Es muy ínfimo el porcentaje de dichos del Señor que aparecen entre sus líneas y que tienen su lugar en la literatura canónica del Nuevo Testamento. 

Es aquí donde se sostiene que María Magdalena era en realidad la esposa de Jesús, idea de la que siglos después se servirá Dan Brown para incluir en su novela, a sabiendas del impacto que ocasiona algo así, y el consecuente “boom comercial” que estas teorías - aún vestidas bajo un manto de ficción - suelen generar en los lectores ávidos de historias que incluyan hipótesis conspirativas. 

El gnosticismo y sus variantes son mucho más presente que pasado, y, deseando equivocarme, son incluso mucho más futuro que pasado. Son tantos los tentáculos discursivos que adquiere, engañando con buenos modales que ocultan que sus intenciones no son necesariamente las mejores, que es muy difícil alertar a los propios cristianos de los peligros de estas propuestas. 

Cierro este artículo con palabras del Papa Francisco en la Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, del año 2018: 

«El gnosticismo es una de las peores ideologías, ya que, al mismo tiempo que exalta indebidamente el conocimiento o una determinada experiencia, considera que su propia visión de la realidad es la perfección» (nº 40). 

«El gnosticismo dio lugar a otra vieja herejía, que también está presente hoy. Con el paso del tiempo, muchos comenzaron a reconocer que no es el conocimiento lo que nos hace mejores o santos, sino la vida que llevamos. El problema es que esto se degeneró sutilmente, de manera que el mismo error de los gnósticos simplemente se transformó, pero no fue superado» (nº47). 

Como conclusión basta decir que si los errores que tanto han confundido el andar humano se niegan a perecer con el paso de los siglos, más urgente que nunca es la exhortación paulina de hace casi dos milenios, de revestirnos del hombre nuevo, el que Dios creó a su semejanza (Ef 4,24). No se puede ser un hombre nuevo revestido de vicios viejos. Solo vamos a ser verdaderamente libres si renunciamos a aquello que nos aparta del auténtico conocimiento y del amor de Dios. 

[1] Aunque, para ser más precisos, también puede afirmarse que esta entidad, que aparece en muchos diálogos platónicos, cumple una función “ordenadora” de la masa caótica que conforma el universo. 

[2] Arconte es el nombre dado a los principales magistrados griegos, especialmente en Atenas. 

Mariano Torrent