Antes de entrar de lleno en la cuestión central de este
artículo, considero necesario dedicar algunas líneas a explicar qué entendemos
por el nombre de Padres de la Iglesia.
Se trata de escritores cristianos de la antigüedad, testigos
absolutamente calificados y privilegiados – muy frecuentemente Obispos, máxime
teniendo en cuenta que este título se aplicaba originalmente a los Obispos,
encargados de educar a la comunidad cristiana, y era sinónimo de maestro - de
la Tradición de la Iglesia. Esta consideración abarca los primeros ocho siglos
del cristianismo. Cuatro son las notas características necesarias para ser
reconocidos como tales: Antigüedad; ortodoxia de doctrina; santidad de vida; aprobación
de la Iglesia.
A la hora de agruparlos se suelen tomar en cuenta dos aspectos.
En primer lugar, su procedencia: Padres latinos (ej. San Ambrosio de Milán, San
Agustín) y griegos (ej. San Clemente Romano, San Cirilo de Jerusalén); y
también se los clasifica de acuerdo a la época en la que vivieron, haciéndose
tres grandes divisiones: los Prenicenos, hasta el año 325, es decir, los que
vivieron en la época anterior al Edicto de Milán y el Concilio de Nicea; del
año 325 al 451, en lo que se ha dado en llamar el Siglo de Oro; y la etapa final,
que abarca aproximadamente hasta el año 750.
En cuanto a los textos originales de los Padres fueron
escritos en griego, que era la lengua más extendida en aquellos tiempos. Pero
urge aquí una aclaración: no nos referimos al griego clásico, empleado en
Grecia hasta el siglo V d.C. sino al dialecto popular llamado Koiné, que significa precisamente
“común”. Es la misma lengua en la que se escribió el Nuevo Testamento.
El griego Koiné
era una mezcla de diferentes dialectos griegos, fundamentalmente del ático – el
griego clásico hablado en Atenas – del cual había descartado ciertos arcaísmos
e incorporado expresiones del jonio y del dorio. De esta manera, la Koiné era la lengua empleada por una
amplia gama cultural y laboral, desde los filósofos y diplomáticos hasta los
mercaderes.
No debemos olvidar que el cristianismo se desarrolla en un
mundo helenizado, donde predomina la cultura greco-latina. Es en la expansión
ya clara y concreta del griego en el tiempo de Cristo y la posterior redacción
de los Evangelios donde el nombre de Alejandro Magno marca un antes y un
después.
La victoriosa expedición del monarca macedonio durante el
siglo IV creó las condiciones adecuadas y el marco propicio para la expansión
de la lengua griega y la cultura helénica, a tal punto que Roma, que hereda
militarme los territorios conquistados por Alejandro, se deja seducir
culturalmente por el helenismo: las familias patricias de la capital del
Imperio estudiaban el griego, y una obra de la magnitud histórica de las
Meditaciones del emperador Marco Aurelio, una especie de “testamento interior”,
redactado entre el año 170 y 180, fue compuesto en griego. Más allá de prácticas
particulares o privadas, el griego puede considerarse en la Roma imperial prácticamente
una cuestión oficial, sirviendo como ejemplo que los decretos de los
gobernadores de las diferentes provincias y los del senado debían ser
traducidos a la Koiné para de esta
manera ser distribuidos por la amplia extensión de los dominios romanos.
Es entendible entonces que el empleo de la Koiné de parte de los Padres respondió a
la necesidad de comunicar un mensaje de forma accesible. La inculturación del
mensaje cristiano en un mundo helenizado se efectuó en la lengua griega y
valiéndose además de categorías conceptuales tomadas de esta cultura.
La importancia de emplear el latín en Occidente se hizo
patente durante el transcurso del siglo II, cuando el cristianismo se había
extendido en regiones donde el griego no era el idioma empleado por el común de
la población. Es en ese tiempo donde surgen las primeras traducciones de la Biblia
al latín. Estos textos reciben el nombre genérico de Vetus Latina, que se traduce como Latina Vieja.
Fruto de esta tendencia a emplear la lengua latina, en el
siglo IV aparece la traducción realizada por San Jerónimo (340-420) por encargo
del Papa San Dámaso de las Sagradas Escrituras del hebreo, arameo y griego al
latín vulgar. Eusebio Hierónimo de Estridón[1],
tal su verdadero nombre asociado a su ciudad de origen como era costumbre en
aquellos tiempos, había aprendido latín con Donato, el más célebre profesor de
su época.
Gran escritor en esta lengua, la traducción que Jerónimo
realizara de la Biblia se conoce con el nombre de Vulgata (divulgada, difundida
entre el vulgo, es decir, el pueblo). Como la gran mayoría de las obras de la
antigüedad, no ha llegado hasta nosotros ningún manuscrito del original, sino
unas 8.000 copias en mejor o peor estado, siendo el llamado Codex Amiatinus, que data del siglo
VIII, la versión más antigua que se posee y la copia más precisa de la
traducción original. Se conserva actualmente en la Biblioteca Laurenciana de
Florencia.
En cuanto a Oriente, con el transcurrir de los siglos el
griego fue reemplazado por los idiomas y dialectos de los diversos pueblos,
destacándose fundamentalmente el siríaco.
El idioma siríaco es en realidad un conjunto de dialectos
del arameo. El arameo, uno de los idiomas más antiguos de la humanidad, data de
más de un milenio antes de Cristo, mientras que el siríaco surge en la época
helenística. Fue la principal lengua del Medio Oriente desde el siglo IV d.C. y
el 8 d.C. Importante vehículo de transmisión cultural, la literatura siríaca
vivió un momento de esplendor entre los siglos V y VI. Actualmente es utilizado
por comunidades cristianas en países como Irak, Irán, Georgia, entre otras
naciones, donde se emplea en los cultos religiosos.
En este lenguaje que puede parecernos hoy tan lejano a
nosotros está escrita una de las versiones más antiguas de la Biblia: La
Peshitta. Traducida al siríaco entre el siglo I y II d.C. en la actual Irak, su
nombre se traduce como “versión simple”. Es además la más antigua obra
conservada de la literatura siríaca.
El estudio de la vida y las obras de los Padres de la
Iglesia no debe ser imaginado como algo que se reduce a unos pocos eruditos
conocedores de la materia. Sus testimonios – en obras y palabras – resisten el
paso del tiempo y están llamados a iluminar a los cristianos de todas las
épocas. Su compromiso con la defensa de la fe en épocas donde ser cristiano no
era tarea sencilla deben ser una guía para seguir construyendo el Reino de Dios
sin dejarnos vencer por las adversidades.
[1] ciudad
romana de la provincia de Dalmacia, destruida por los godos, pueblo germánico,
en el año 379.
Mariano Torrent