La Iglesia Católica y la supuesta prohibición de la lectura de la Biblia


A título personal, el mito protestante de que la Iglesia Católica prohibió durante siglos la lectura de la Biblia, a riesgo de perder la vida en caso de ser encontrado en posesión de un ejemplar es el más ridículo e infundado de los bulos que suelen propagarse por las redes.

Muchas de las calumnias contra la Iglesia de Cristo nacen de un profundo desconocimiento. Voy a comenzar explicando algo que un buen libro de historia sumado a un poco de sentido común podrá corroborar sin mucho esfuerzo.

Cuando las Sagradas Escrituras fueron recopiladas en un único libro - cosa que hizo la Iglesia Católica a fines del siglo IV, y no alguna denominación protestante, pues no existían antes del siglo XVI - eran pocas las personas que sabían leer. Pero eso no sirvió como excusa para abandonar estas almas a su suerte, sino que la Iglesia evangelizó por medio de esculturas, grabados, pinturas, y basta para eso ver las iglesias y basílicas europeas.

De esto se deduce que hasta que Johann Gutenberg inventó la imprenta en 1440 la Biblia era escrita íntegramente a mano, por lo que incluso en el hipotético caso que toda la humanidad hubiera sabido leer - cosa que no ocurre ni siquiera en la actualidad - la idea de una Biblia por persona o familia es totalmente utópica.

Pero eso no quiere decir que no existieran versiones de la Sagrada Escritura en lengua vernácula. Es común oír hablar a los evangélicos de la supuesta democratización que provocó la traducción realizada por Lutero de la Biblia al alemán.

Pero lo que muchos parecen no saber, no querer saber o simplemente ignorar u olvidar es que antes de esa traducción ya existían más de 20 versiones de la Biblia completas, no meros fragmentos, traducidos a varios de los dialectos germánicos por parte de católicos.

No solo esto, existían diferentes versiones traducidas a lenguas diversas antes y después de la llamada Reforma protestante. Citaré a continuación algunos ejemplos.

Cirilo y Metodio, santos católicos, tradujeron la Biblia al búlgaro antiguo en el siglo IX[1] [2]; Ulfilas, obispo arriano, evangelizador de los godos de Dacia y Tracia, tradujo la Biblia al gótico algunos años antes que San Jerónimo culminara la Vulgata[3]. Beda el Venerable, monje, tradujo pocos años antes de su muerte en el año 735 el Evangelio de San Juan al anglosajón, es decir, al inglés antiguo[4].

En 1582 se publica el Nuevo Testamento de la Biblia Douay-Rheims, traducida desde la Vulgata al inglés. En 1610 aparece la versión completa, un año antes de la primera edición de la King James Version, también conocida como Biblia del Rey Jacobo, que se valió de la Douay-Rheims como una de sus fuentes.

Se podría seguir enumerando, pero lo que debe quedar claro es que la Iglesia Católica solamente se opuso a las traducciones no autorizadas, pero esta preocupación no es fruto de ningún tipo de avasallamiento, atentado contra la libertad de expresión o intento de prohibir nada, sino que esto nace del celo lógico porque el material que llegue al pueblo sea legítimamente la Palabra de Dios.

¿Qué diría una sociedad de pediatría si mañana alguien publica un ensayo argumentando que para bajar la fiebre de un bebé hay que hacerlo beber licor? Con toda la razón del mundo protestaría ante tamaño atentado contra la salud. Pues la Biblia es precisamente medicina para la salud del alma. De ahí la elogiable preocupación de la Iglesia para que no se publiquen ediciones lejanas a la realidad o sencillamente manipuladas por el antojo de alguna facción religiosa.

Sé de muchos protestantes que con justa razón se indignan ante traducciones imprecisas, con un sesgo ciertamente “revolucionario” que pretende modificar las verdades bíblicas para justificar las creencias puntuales de su intérprete.

A partir del siglo XVI, con el surgimiento del protestantismo aparecieron diversas traducciones bíblicas a variados idiomas, siendo muchas de ellas inexactas e incompletas. Resulta lógico que la Iglesia, en orden a evitar confusiones y desviaciones, prohibiera no la lectura de la Biblia, sino la adquisición de traducciones inexactas, medida que fue temporal, pues el Papa Benedicto XIV levantó la prohibición en 1757, habida cuenta de un mayor porcentaje de personas letradas[5].

El que quiera encontrar testimonios escritos de cuál era el procedimiento de la Iglesia en pleno auge de las adaptaciones imprecisas puede encontrar abundante material en el testimonio de los Papas. Compartamos como ejemplo las palabras del Papa Pío VII el 3 de septiembre de 1816 al arzobispo de Mohilev. Me tomaré la licencia de subrayar lo que considero más importante a los fines del tema tratado:

«De grande y amargo dolor nos consumimos, apenas supimos el pernicioso designio, no hace mucho tomado, de divulgas corrientemente en cualquier lengua vernácula los libros sacratísimos de la Biblia, con interpretaciones nuevas y publicadas al margen de las salubérrimas reglas de la Iglesia, y ésas astutamente torcidas a sentidos depravados. Y, en efecto, por alguna de tales versiones que nos han sido traídas, advertimos que se prepara tal ruina contra la santidad de la más pura doctrina que fácilmente beberán los fieles un mortal veneno, de aquellas fuentes de que debieran sacar aguas de saludable sabiduría [Eccli. 15, 3]...

Porque debieras haber tenido ante los ojos lo que constantemente avisaron también nuestros predecesores, a saber: que si los sagrados Libros se permiten corrientemente y en lengua vulgar y sin discernimiento, de ello ha de resultar más daño que utilidad. Ahora bien, la Iglesia Romana que admite sola la edición Vulgata, por prescripción bien notoria del Concilio Tridentino [v. 785 s], rechaza las versiones de las otras lenguas y sólo permite aquellas que se publican con anotaciones oportunamente tomadas de los escritos de los Padres y doctores católicos, a fin de que tan gran tesoro no esté abierto a las corruptelas de las novedades y para que la Iglesia, difundida por todo el orbe, sea de un solo labio y de las mismas palabras [Gen. 11, 1].

A la verdad, como en el lenguaje vernáculo advertimos frecuentísimas vicisitudes, variedades y cambios, no hay duda que con la inmoderada licencia de las versiones bíblicas se destruiría aquella inmutabilidad que dice con los testimonios divinos, y la misma fe vacilaría, sobre todo cuando alguna vez se conoce la verdad de un dogma por razón de una sola sílaba. Por eso los herejes tuvieron por costumbre llevar sus malvadas y oscurísimas maquinaciones a ese campo, para meter violentamente por insidias cada uno sus errores, envueltos en el aparato más santo de la divina palabra, editando biblias vernáculas, de cuya maravillosa variedad y discrepancia, sin embargo, ellos mismos se acusan y se arañan. «Porque no han nacido las herejías, decía San Agustín, sino porque las Escrituras buenas son entendidas mal, y lo que en ellas mal se entiende, se afirma también temeraria y audazmente»[6].

Es por lo expuesto que Gregorio XVI, en la Encíclica «Inter Praecipuas» (16/5/1844) pide que se trate de buenas traducciones: «aprobadas por la Sede Apostólica o publicadas con notas tomadas de los Santos Padres de la Iglesia o de varones doctos y católicos».

La Iglesia sí ha condenado determinados escritos en atención a lo perniciosa que pudiera resultar su lectura, pero no la Sagrada Escritura.

La primera condena cierta históricamente es la de la obra Thalía, de Arrio, en el concilio de Nicea (325)[7]. A comienzos del siglo V el Papa Anastasio condena los escritos de Orígenes, al ser “más nocivos para los ignorantes que útiles para los doctos”.

San León Magno, papa entre los años 440 y 461, rechazó los escritos maniqueos, y ordenó a los obispos españoles que hicieran algo similar ante los priscilianistas. Inocencio III condenó el escrito de Joaquín de Fiore contra Pedro Lombardo (IV concilio de Letrán de 1215).

En todos estos casos se buscó simplemente evitar la propagación de doctrinas heréticas. Muy probablemente este procedimiento no sea aceptado en los círculos protestantes donde, guiándonos por el principio de Sola Scriptura, si un hermano evangélico dice que el Espíritu Santo lo inspiró para advertir que Cristo era un dinosaurio que se convirtió en hombre debe ser respetado. Aunque esos planteos de supuesta tolerancia en materia bíblica rara vez supere el marco teórico.

Esperando que el Espíritu Santo me haya iluminado para presentar un texto lo suficientemente claro para contribuir a la formación de mis hermanos católicos y, por qué no, aclarar dudas en algún protestante que busque conocer la verdad sobre un tema que no debe tomarse a la ligera, concluyo este artículo transcribiendo un fragmento de la Constitución Dogmática Dei Verbum, del Concilio Vaticano II, sobre la Divina Revelación:

«Es conveniente que los cristianos tengan amplio acceso a la Sagrada Escritura. Por ello la Iglesia ya desde sus principios, tomó como suya la antiquísima versión griega del Antiguo Testamento, llamada de los Setenta, y conserva siempre con honor otras traducciones orientales y latinas, sobre todo la que llaman Vulgata. Pero como la palabra de Dios debe estar siempre disponible, la Iglesia procura, con solicitud materna, que se redacten traducciones aptas y fieles en varias lenguas, sobre todo de los textos primitivos de los sagrados libros. Y si estas traducciones, oportunamente y con el beneplácito de la Autoridad de la Iglesia, se llevan a cabo incluso con la colaboración de los hermanos separados, podrán usarse por todos los cristianos». (nº 22)

Amplio acceso a la Palabra del Señor. Pero a la verdadera. Porque solo ella nos hará libres.


[1] Autores varios: Lengua y Literatura Latinas I. UNED. Madrid. 1986.
[2] J. Molina Yébenes: Iniciación a la fonética, fonología y morfología latinas. Publicacions Universitat de Barcelona. 1993.
[3] Esteban Torre: Teoría de la traducción literaria. Ed. Síntesis. 1994
[4] Esteban Torre: Teoría de la traducción literaria. Ed. Síntesis. 1994
[5] A raíz de lo expuesto con motivo de la proliferación de traducciones con errores, el Concilio Tridentino estableció la Vulgata como texto oficial, y a su vez prohibió el uso de las versiones en lenguas vulgares. Será precisamente este Papa quien permita, ante el mencionado contexto favorable, la publicación de versiones en lenguas vulgares aprobadas por obispos o la Santa Sede.
[6] Enrique Denzinger: Magisterio de la Iglesia. Manual de los símbolos, definiciones de la Iglesia en materia de fe y costumbres. Ed. Herder. Barcelona. 1963.
[7] La polémica cristológica suscitada por la predicación de Arrio dará pie a la primera controversia de la Iglesia desde que Constantino permitiera la libertad de culto en el Imperio Romano (313). En concreto, es muy poco lo que se conserva de lo escrito por este sacerdote, pues sus obras fueron destruidas. En cuanto a Thalía, que significa Banquete, los fragmentos que se conservan de esta obra son parte de escritos de Atanasio en los que se manifiesta contra Arrio.

Mariano Torrent