La Gracia en los tiempos del Karma

 

Hablar del Karma está de moda. Encontramos menciones frecuentes en la televisión, en la literatura, en el cine… Hay un bombardeo mediático muy importante de este elemento que es parte de religiones orientales como el budismo y el hinduismo.

Karma significa “obra o acción”. En el hinduismo es la fuerza invisible que emana de todos los actos humanos. Esta energía es la que hace que el alma, considerada una prisionera en el cuerpo que le tocó, logre reencarnar. De esta manera puede asumirse que el karma representaría la “alineación y el balanceo” de nuestras acciones.

El planteamiento mismo de esa energía asumida como fuerza cósmica invisible que mantendría el orden en la existencia conduce al budismo a plantear como plausible que el individuo pueda “hacerse uno” con ese cosmos. Presentaré aquí el primer e irreconciliable pero en cuanto a la fe que profesamos en relación a esta creencia: los cristianos creemos en un Dios Uno y Trino, no en una forma espiritual, no en energías ni el universo conspirando para que algo ocurra o deje de ocurrir.

En la forma que tiene un hindú de asumir la realidad el Karma es ni más ni menos que la explicación del destino de cada individuo, por lo que nacer y desarrollarse en una determinada situación es el resultado de no haber acumulado los méritos correspondientes en una existencia anterior para asegurarse una vida mejor en la presente.

El budismo entiende el Karma como una “ley de causalidad”, semejante a la ley de Newton que formula que cada acción trae aparejada una reacción proporcional a su causa. Por tanto, debe existir una causa - llamémosla circunstancia - a partir de la cual se derivará un fenómeno. Nuestras acciones físicas, mentales y verbales representan las causas; mientras que nuestras experiencias son los efectos.

Tanto para el budismo como para el hinduismo existiría una ley espiritual cósmica de tipo espiritual donde seríamos castigados o premiados según la magnitud moral de nuestros actos. Lo enunciaremos así: si Juancito hace cosas malas, Juancito sufrirá, en la vida presente o en la próxima. Si Juancito se porta bien, recibirá aquí o en su próxima existencia la recompensa por esos actos.

El mérito genera como consecuencia el premio o el castigo, lo que da la sensación a quienes profesan estas doctrinas de que estas leyes cósmicas cumplen criterios de justicia y equidad.

Ahora bien, todo esto, ¿Es compatible con la fe católica?

En primer lugar recordemos que como católicos sabemos que todos somos pecadores y que el pecado merece un castigo. Pero también somos conscientes que Dios no actúa con la lógica humana o con la mecánica frialdad de una supuesta ley cósmica, sino que, en una muestra de generosidad nos da un regalo que no merecemos por nuestros actos, y que es fruto de su amor por cada uno de sus hijos.

Ese obsequio es la Gracia. Si elijo compartir esa Gracia, ponerla al servicio de los demás, se renueva y multiplica, pero si la dejo “en pausa”, si soy egoísta y me la guardo, desaprovechándola, se termina convirtiendo en cenizas.

Los católicos sabemos que esa Gracia nos pide cooperación, y que la salvación ha venido al mundo por Cristo, el Enviado del Padre para redimirnos del pecado con su muerte en la Cruz.

La reconciliación que Cristo ha traído para el género humano no impide que alguien pueda empecinarse en el mal, cuya consecuencia será el infierno. Pero no porque Dios quiera castigarnos. Él quiere que todos nos salvemos (1 Tim 2,4) y esto se ve reflejado en que Cristo padeció para que haya siempre arrepentimiento y perdón, para que siempre podamos limpiarnos del pecado y retornar a Dios:

Pero Dios dejó constancia del amor que nos tiene y, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. (Rom 5,8)

Ese amor, esa misericordia, esa posibilidad de redención que supera las fuerzas humanas son impensados en la noción del Karma.

La Gracia, asumida como una asistencia sobrenatural para el alma humana es una doctrina central para el cristiano, cuyos fundamentos la hacen insustituible. Ese fortalecimiento que Dios obsequia a sus hijos nos prepara para cumplir su voluntad y estar en Comunión con Él.

Imaginemos qué ocurriría si no dispusiéramos de esa Gracia en el alma y estaríamos abandonados a nuestras propias fuerzas. ¿Cómo podríamos agradar a Dios? Somos conscientes de que en nuestro interior existe una inclinación hacia el pecado, que no puede ser vencida sin el auxilio de la Gracia, que nos ha sido dada para poder derrotar al pecado.

Parte de algo más grande

A esta altura cualquier católico habrá podido comprobar, no solo por medio de la fe, también aprovechando el intelecto que Dios le ha dado, que la idea de Karma presenta una distancia insalvable con la fe cristiana.

Más allá de lo mediático que resulte hablar del Karma, toda esta difusión debe ser comprendida como parte de un todo aún mayor que es la llamada New Age o Nueva Era.

Aclarando que los alcances de estas creencias orientales donde aparece implicada una muy particular noción del alma no pueden ser abarcados en pocas líneas como las que dedicaré en esta ocasión al tema, pretendo dejar algunos conceptos sobre la cuestión.

Este auge tan marcado de la Nueva Era parece deberse a la forma en que aquí es entendida la espiritualidad. El ser humano es espiritual por naturaleza, presenta desde sus orígenes una búsqueda de ir más allá, de no contentarse con las respuestas que le ofrecen lo que puede “ver y tocar”.

Aquí lo que se ofrece, como si de un producto se tratara, es una búsqueda de lo sobrenatural sin la necesidad de un Dios personal, que se ve sustituido por la energía universal ya mencionada, que es algo profundamente impersonal y mecanizado. Esta energía no pide sacrificios, no exige amor al prójimo, porque ni da amor ni se ha sacrificado por amor a nadie.

Todo lo que hoy es figurita repetida en la cultura contemporánea camina de la mano del Karma como hijos de la Nueva Era: el horóscopo, la lectura del Tarot, el reiki, etc. Son parte de esta corriente cuya línea de pensamiento no es ajena a las personas de fe,  como alguna vez alertó San Juan Pablo II dirigiéndose a los obispos norteamericanos:

«Las ideas de New Age a veces se abren camino en la predicación, la catequesis, los retiros, y así llegan a influir incluso en católicos practicantes, que tal vez no son conscientes de la incompatibilidad de esas ideas con la fe de la Iglesia.»

¿Dónde radica la clave de la difusión de esta mezcla de doctrinas que no puede ser catalogada como religión?

En el barniz cristiano que aparenta tener con la sola intención de ganar adeptos en base a la confusión. No será extraño en la Nueva Era escuchar sobre ángeles, santos, o la Virgen. El propio Dios aparece en repetidas ocasiones lo suficientemente usado y manipulado por esta espiritualidad a la carta que puede hacer trastrabillar a muchos fieles.

Parece redundante volver a concluir un artículo insistiendo en la necesidad de formación para evitar caer en las redes de doctrinas incompatibles con nuestras creencias.

Más que nunca debemos procurar  que lo aprendido no quede en nosotros, sino que demos fruto compartiendo ese aprendizaje con los demás, y de esta manera evitemos agregar un condimento más en la ensalada de ocasionales y retorcidos tintes espirituales que el menú del relativismo nos ofrece a diario.

Mariano Torrent