Varias son las palabras que ayudan a definir este tiempo en que comenzamos a caminar individual y colectivamente hacia la Pascua, tales como penitencia y renovación. Se trata de cuarenta días donde, por medio de conversión y un sincero arrepentimiento nos proponemos prepararnos debidamente para que la resurrección del Señor se manifieste en nuestro interior.
La Cuaresma tiene sentido en virtud de la Pascua, pues no podríamos favorecer la conversión si no fuera por nuestro encuentro con Cristo resucitado. Es por esto que el miércoles de ceniza inaugura un tiempo que nos invita a despojarnos de lo superficial, de aquello que no edifica y nos distrae de nuestra meta, el Padre del Cielo y su Palabra definitiva: Cristo, nuestro Señor.
¿De qué hablamos entonces cuando decimos conversión? Se trata de un “volver hacia Dios”, de valorar bajo la luz de su Amor y su Verdad la realidad que me rodea. Si me dijo guiar por Dios, si me “convierto” y sigo sus pasos, todo adquiere otro color, otro matiz.
Desde estos principios se comprende que nadie puede negar la realidad bíblica de la Cuaresma, porque no se hace otra cosa que procurar una debida preparación para celebrar la victoria de Cristo sobre el pecado con su resurrección de entre los muertos. Este es el centro de nuestra fe y hacia allí deben apuntar nuestro accionar.
Al disponer de un tiempo determinado todos los años para prepararnos a conciencia para recibir a Jesús dignamente, la Iglesia oficia como madre y guía de cada uno de nosotros.
Alguien puede preguntarse por qué la Cuaresma se inicia un miércoles cuando esto no aparece en la Escritura. Para explicar esto será conveniente apelar a la Biblia y hacer además un poco de historia. La duración de la Cuaresma en cuarenta días se fijó en el siglo IV, comenzando seis semanas antes de la Pascua.
Tengamos en cuenta que la Pascua como fecha unificada para la cristiandad empieza a ser una realidad con el Concilio de Arlés del año 314, cuya ubicación en el calendario sería decidida por el propio Papa. Esto no representó una solución para los profundos debates que existían al respecto. Es a partir del primer Concilio Ecuménico, celebrado en Nicea en el 325, que se fija la Pascua de Resurrección en el primer domingo de luna llena después del equinoccio primaveral del hemisferio norte, que ocurre entre el 20 y el 21 de marzo.
Después de este breve repaso histórico, será la Palabra del Señor la que nos orientará. La pregunta sigue siendo: ¿Por qué Cuaresma comienza un miércoles? Sabemos en primer lugar que la resurrección de Cristo ocurrió un domingo:
Jesús, pues, resucitó en la madrugada del primer día de la semana. (Mc 16,9)
Ahora tengamos en cuenta que el número cuarenta simboliza tiempo de preparación, de cambio, de prueba. Basta pensar en el tiempo que Jesús pasó en el desierto preparándose para su ministerio, en medio de las tentaciones de Satanás. Invito a quien esté leyendo este artículo a consultar un calendario y comenzar a restar los días desde el Domingo de Pascua hasta el Miércoles de Ceniza.
¿Cuántos son? Si realizó el ejercicio correspondiente habrá contado 47 días, y el cálculo está bien. Entonces surge inevitable la pregunta: ¿No es que son 40? Voy a aprovechar para volver a la historia. Hace algunos párrafos señalé que la duración de la Cuaresma y la fecha de su comienzo y por ende de la Pascua se fijó en el siglo IV.
Por medio del Computus, el método utilizado para calcular la fecha de Pascua, se estableció que Cuaresma comenzara seis semanas antes de la conmemoración del suceso central del cristianismo. Este inicio ocurría en el llamado domingo de “cuadragésima”. Yendo más adelante en el tiempo, en el transcurso de los siglos VI y VII adquiere relevancia el ayuno como práctica cuaresmal.
Surge de esta manera un inconveniente no menor: desde los orígenes del culto cristiano el ayuno no se realizaba el domingo, por tratarse de un día “de fiesta”, donde se celebraba el Día del Señor. Tomando en cuenta esto, se procedió a ubicar el comienzo de la Cuaresma el miércoles previo al séptimo domingo anterior contando (e incluyendo) al de Pascua.
Habiendo dejado en claro que el domingo no es día de ayuno sino de fiesta, entendemos ahora que estos no se cuentan a los fines de la preparación cuaresmal, por lo que el resultado de restarlos a los 47 que marca el calendario da como resultado los mencionados 40 días de recogimiento y oración.
La ceniza
La imposición de la ceniza representa indudablemente el rito más característico de esta celebración litúrgica, la cual se obtiene de la incineración de los ramos que fueron bendecidos en el Domingo de Ramos del año anterior.
Representa la conciencia de la vanidad de las cosas pasajeras, el arrepentimiento, la penitencia y la muerte. Se puede decir que las cenizas convierten en nuestras las palabras de Abraham:
«Sé que a lo mejor es un atrevimiento hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza» (Gén 18,27)
Se encargan de recordarnos también cual es nuestro origen, remarcando la nulidad de las criaturas por sí mismas y su dependencia del Creador:
Entonces Yavé Dios formó al hombre con polvo de la tierra; luego sopló en sus narices un aliento de vida, y existió el hombre con aliento y vida. (Gén 2,7)
Humus (tierra) es la raíz de la palabra humildad. Esta cualidad es la que se quiere destacar por medio de la ceniza, recordándonos lo que somos. Sigamos apreciando el simbolismo de la ceniza en el Antiguo Testamento:
«Por esto retiro mis palabras y hago penitencia sobre el polvo y la ceniza». (Job 42,6)
No conversan más que de ti y lanzan gritos, se echan tierra en sus cabezas y se revuelcan en la ceniza. Por ti se rapan la cabeza y se visten de sacos; muy afligidos, dejarán oír sus lamentos, una amarga lamentación. (Ez 27,30-31)
Apenas supo Mardoqueo lo que estaba pasando, rasgó su traje, se puso un saco y se echó ceniza en la cabeza. Luego salió a recorrer la ciudad, lanzando gritos desgarradores. (Est 4,1)
La noticia llegó hasta el rey de Nínive, que se levantó de su trono, se quitó el manto, se vistió de saco y se sentó sobre cenizas. (Jon 3,6)[1]
Vemos entonces que la ceniza es símbolo de penitencia y dolor, y su práctica constituía el reflejo del arrepentimiento por los pecados cometidos.
En los inicios del cristianismo se realizaba la imposición de cenizas especialmente en el caso de los penitentes, es decir, pecadores públicos que recibían durante la Cuaresma una adecuada preparación en orden al sacramento de la reconciliación. Estos vestían un “hábito penitencial” y debían realizarse a sí mismos una imposición de cenizas antes de hacerse presentes ante los demás miembros de la comunidad.
Ya en tiempos medievales la práctica de las cenizas comienza a abarcar a todos los fieles con motivo del Miércoles de ceniza, buscando dejar en claro que todos somos pecadores y necesitamos conversión, es por eso que el tiempo de Cuaresma no conoce de exclusiones: está dirigido a todos.
Esta ceremonia propone elevar nuestros corazones a la realidad eterna que es Dios, principio y fin de nuestra existencia. Ceniza, término proveniente del latín cinis, es producto de la combustión de algún material por el fuego, lo que posibilitó que pronto adquiriera en las conciencias un valor simbólico asociado a la caducidad, a la muerte, sirviendo como puente hacia la humildad fruto de la penitencia interior.
Cuando el sacerdote impone la ceniza con una cruz en nuestra frente puede decir: “Arrepiéntete y cree en el Evangelio”, mandato que encontramos en los labios de Cristo:
Después de que tomaron preso a Juan, Jesús fue a Galilea y empezó a proclamar la Buena Nueva de Dios. Decía: «El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca. Cambien sus caminos y crean en la Buena Nueva.» (Mc 1,14-15)
Otra expresión posible es “acuérdate que del polvo eres y al polvo volverás”, tal cual leemos en el Antiguo Testamento:
«Con el sudor de tu frente comerás tu pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado. Sepas que eres polvo y al polvo volverás.» (Gén 3,19)
Respecto al simbolismo de la cruz, para darle más valor compartamos este hermoso pasaje de Ezequiel:
«Recorre Jerusalén, marca con una cruz en la frente a los hombres que se lamentan y que gimen por todas esas prácticas escandalosas que se realizan en esta ciudad». (Ez 9,4)
Se marca la frente de los “justos”, de aquellos que se lamentan por los pecados que ven a su alrededor, aquellos que ocasionan el tropiezo y la condenación de muchos. A nosotros sin duda nos quede muchas veces grande el término “justos”, pero sí somos conscientes de nuestra condición pecadora en particular y de las estructuras de pecado que carcomen el tiempo presente.
Tomemos ahora para reflexionar un texto paralelo al anterior:
Luego vi a otro ángel que subía desde el oriente y llevaba el sello del Dios vivo. Gritó con voz poderosa a los cuatro ángeles autorizados para causar daño a la tierra y al mar: «No hagan daño a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que marquemos con el sello la frente de los servidores de nuestro Dios.» (Ap 7,3)
La señal de la Cruz que recibimos en nuestra frente se asemeja, y no por casualidad, a aquella que es parte de las personas que llevan en su frente el sello de Dios, como menciona el Apocalipsis; y a la que en el libro de Ezequiel recibían los que gimen y se lamentan por las prácticas escandalosas que, con sus propios matices, han sido moneda corriente en las diversas etapas de la historia humana.
Es cierto que todos los días deben ser de buscar en cada paso la Jerusalén Celestial, de que cada uno de nuestros actos sea digno del sello de Dios, pero más que nunca en este inicio de Cuaresma 2022 marcada por la pandemia de Covid-19 y por la invasión rusa en Ucrania el llamado del Señor a través de la Biblia y el Magisterio de la Iglesia puede resumirse definitivamente con la palabra metanoeite, es decir, conviértanse. Porque lo difícil no es hablar de cambiar el mundo, sino cambiar nosotros mismos.
[1] Si leemos el resto del capítulo nos encontraremos con el relato de la conversión de los habitantes de Nínive. Este hecho era tan conocido entre el pueblo hebreo, que el propio Cristo lo menciona en Lc 11,30.
Mariano Torrent