Comenzaré por aclarar un error semántico/conceptual: referirnos a los textos que vamos a analizar en el presente artículo como “evangelios apócrifos” no es la forma más precisa de identificar estas obras. Hablar del Evangelio como género literario es ligarlo al anuncio de la Buena Noticia, cuyo absoluto protagonista es Cristo.
Dentro de los cuatro evangelios canónicos encontramos una estructura concreta, con un objetivo fundamental: narrar episodios de la vida de Cristo que nos permitan asimilar la profundidad del plan de salvación de Dios, condiciones que los apócrifos están lejos de poder cumplir.
Etimológicamente, apócrifo deriva del griego apokryphos, que significa oculto. Como “género” exceden la realidad de los evangelios, pues podemos encontrar ejemplos también en la literatura judía precristiana, siendo los más valiosos aquellos que presentan un amplio elemento apocalíptico, con visiones y revelaciones tanto del futuro mesiánico como del mundo invisible. En concreto, estos escritos representaron un intento de suplir el lugar de la profecía, muerta desde hacía siglos, con claras vinculaciones con los sagrados oráculos de Israel.
Entre los libros del Antiguo Testamento, no resulta difícil encontrar una vinculación entre el libro de Daniel con los apocalipsis que no forman parte del canon, los cuales toman ciertos conceptos de sus páginas.
Marcados por la expectativa popular provocada por la espera del Mesías, los autores apocalípticos adolecen de la visión de algunos profetas, que contienen, como el Deutero-Isaías, una fisonomía consistente y uniforme acompañada por una visión universal. La falta de la luz de la Revelación se hace patente en sus notables inconsistencias, donde el reino mesiánico aparece en una tierra transfigurada, centrada en una nueva Jerusalén; en otras se eleva al cielo. Lo cierto es que estas obras atestiguan el mismo vicio que los apócrifos vinculados a la vida de Cristo: demasiada palabra de hombre y poca de Dios.
Trazando otro paralelismo, hay otro gran punto en común, que consiste en la necesidad de “llenar espacio”, “tapar huecos”. Humanamente, no es ilógico preguntarse qué ocurrió en las etapas de la vida de Jesús, María o José que los libros del Nuevo Testamento omiten. Precisamente, los apócrifos fueron el paso de la pregunta al “relleno”, tratando de responder a esos interrogantes dejando volar la imaginación.
El contenido de estas obras ofrece entre sus errores más habituales rasgos legendarios, una especie de mitología con puntos en común con el cristianismo. Pero esto no debe llevarnos a descartar de raíz todo lo que allí aparece, o a tacharlos totalmente como literatura herética, pues no todos lo son. Existen apócrifos que, despojados de la leyenda con la que arropan ciertos sucesos, ofrecen un medio más para conocer aspectos concretos del cristianismo, jugando incluso un papel importante en el arte cristiano, y con aportes nada desdeñables en cuanto al desarrollo doctrinal y litúrgico de la Iglesia.
Tomemos un ejemplo concreto: el primer testimonio de una verdad de fe tan hermosa como es la Asunción de la Santísima Virgen María aparece en un relato apócrifo titulado Transitus Mariae, que se traduce como Tránsito de la Bienaventurada Virgen María, obra que puede datarse alrededor de los siglos II-III. El esquema gira en torno a representaciones populares, a veces noveladas, donde se refleja una intuición de fe del pueblo de Dios, tal como señaló San Juan Pablo II en su Catequesis del 9 de julio de 1997. Por razones como esta su sucesor, el Papa emérito Benedicto XVI, se refirió a los apócrifos como importantes en orden a estudiar el origen del cristianismo.
El Evangelio de Tomás
En 1945 unos campesinos descubrieron en Nag Hammadi, poblado situado en la ribera del Río Nilo, en Egipto, más de 1.100 páginas de antiguos códices de papiro, fechados alrededor del siglo IV. Son doce códices en lengua copta sahídica, el segundo de los cuales contiene en los folios 33 al 52 una colección íntegra de dichos antecedidos por la frase “Jesús dijo” o “Él dijo”, y que concluye diciendo “Evangelio según Tomás”.
Gracias a estas investigaciones, pudo ser identificado como perteneciente al movimiento gnóstico que tuvo su auge entre los siglos II y III. Con su epicentro geográfico en Egipto, se trataba de una mezcla de corrientes filosóficas con raíces griegas y judías, muy selecto en cuanto a participación, de fuerte sabor mistérico y repleto de revelaciones secretas.
El llamado Evangelio de Tomás ha adquirido en los últimos tiempos bastante difusión a raíz de su uso en producciones audiovisuales y en literatura cimentada en las llamadas teorías de la conspiración. En este tipo de propuestas suele latir, más allá de los matices, la premisa de que la Iglesia Católica se posicionó ante estos escritos como una amenaza cuando por el contrario, tanto estudiosos católicos como de cualquier denominación o incluso no creyentes tuvieron desde siempre la posibilidad de estudiar con precisión tan importante descubrimiento.
Para entender el enfoque que los medios seculares dan al asunto, bastará un título, no ya el cuerpo de la noticia, sino el encabezado mismo con el que se vende la información: “¿Qué nos dicen los evangelios perdidos sobre el verdadero Jesús?”, tal como reza el tendencioso encabezado de la BBC, donde desde el vamos se impone - ni siquiera se sugiere - que la verdad no está en los evangelios canónicos sino en los que la “Iglesia desechó” por espurias razones, según el razonamiento que se desprende de incluir las palabras “evangelios perdidos” y “verdadero Jesús”.
El Evangelio de Judas
Los dos “evangelios” a los que me refiero en este artículo ofrecen, entre varios puntos en común, uno clave: ninguno fue escrito por el autor al que se atribuye la redacción del texto, siendo en realidad obras anónimas. Tampoco, como hemos visto con Tomás, son textos cristianos ni evangelios en el verdadero sentido de la palabra.
En este caso, voy a compartir algunos fragmentos para ver las notables desviaciones doctrinales que exhibe. Leamos el comienzo:
El relato secreto de
la revelación que Jesús habló en conversación con Judas Iscariote.
Aparece entonces una pregunta en el horizonte inmediato: ¿Dónde obtuvo el autor, un siglo después de los sucesos que refiere, la información confidencial que alega presentar?
Es en el mismo texto donde Jesús pide a Judas que lo ayude a liberarse de su propio cuerpo, afirmando: “Tú sacrificarás al hombre que me recubrió”.
Es imposible no ver ideas gnósticas tras aseveraciones como la expuesta, teniendo en cuenta que estos grupos consideraban al cuerpo una prisión de la que había que liberarse para ser un espíritu libre. Jesús sería en este caso un semi-Dios de categoría menor en su jerarquía de dioses, que se vistió de hombre sin serlo, por lo cual habla de su cuerpo como el “hombre que lo recubrió”.
Esto choca directamente con la visión, mucho más positiva, que el cristianismo tiene de la naturaleza y del cuerpo. Bastan las palabras de San Juan, que estuvo junto a Jesús, afirmando que el Señor tomó la naturaleza humana sin dejar de ser Dios:
Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su Gloria: la Gloria que recibe del Padre el Hijo único, en él todo era don amoroso y verdad. (Jn 1,14)
La Encarnación tiene un solo motivo, el amor de Dios por sus hijos:
¡Así amó Dios al
mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que
tenga vida eterna. (Jn 3,16)
Para cerrar lo expuesto en lo referente a los llamados evangelios apócrifos, quiero aclarar que la Iglesia no condena su lectura de parte de los fieles, pero recomienda en primer lugar una sólida formación para advertir los profundos fallos que contienen estas obras.
Además, es de sentido común para un cristiano leer en profundidad primero los evangelios canónicos y luego en todo caso, tratar de dilucidar qué llevó a que los apócrifos fueran descartados. Pidamos a Dios que nos dé la sabiduría para separar, en lo referente a los libros inspirados y a los que no lo son, la paja del trigo con el auxilio de la fe y de la razón.
Mariano Torrent