No basta solo con aceptar la redención, también hay que colaborar. Recordemos que el propio Cristo enseña en Mt 19,17 que «si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos». De aquí podemos deducir que no son los títulos y los honores los que van a llevarnos a la salvación, sino la forma en la que respondamos al amor de Dios.
Tenemos un Padre que quiere que todos sus hijos se salven, y para eso el propio Cristo ha redimido a toda la humanidad. Pero este propósito de salvación no es a la fuerza: el Padre ofrece la redención, pero no la impone, dejando en la respuesta de cada uno la posibilidad de aceptarla o rechazarla. Quien quiera desestimar a Dios es libre de hacerlo, sabiendo que para cada una de las decisiones que se toman hay consecuencias, y este caso no es la excepción.
Es cierto que la salvación no se gana ni merece, pues la clave para cumplir con los mandatos del Señor es permitiéndole trabajar para salvarnos:
Ustedes han sido salvados por la fe, y lo han sido por gracia. Esto no vino de ustedes, sino que es un don de Dios; tampoco lo merecieron por sus obras, de manera que nadie tiene por qué sentirse orgulloso. (Ef 2,8-9)
La salvación es un obsequio del Señor a sus hijos, donde desea que todos estén incluidos. ¿Cómo permitimos al Padre obrar en nosotros? Sirva como referencia lo expuesto en el capítulo 25 del Evangelio de San Mateo, donde las personas reciben su castigo o recompensa en base a la predisposición para atender las necesidades de aquellos que sufren (presos, desnudos, enfermos, etc.)
Comprobamos que ya en los tiempos de Jesús las personas buscaban la seguridad de la salvación. También en la actualidad perseguimos el espejismo de certidumbres que terminan rozando la obsesión, lo que podría llevar a más de un contemporáneo nuestro a preguntarse qué asegura la vida eterna. Cristo viene a confirmar que no es un camino sencillo, sino un objetivo digno de esfuerzo, porque nuestra salvación es un don que hay que pedir a Dios con la constancia que solo ofrece la auténtica fe.
Guardar los mandamientos y amar al prójimo son factores clave, siempre y cuando no olvidemos que se trata de un don inmerecido de nuestra parte. Es verdad que el camino es duro, y bastan para eso las palabras del propio Cristo que nos recuerda que quien quiere seguirlo debe cargar la cruz no un día o dos sino siempre. El desafío no es sufrir por el hecho de hacerlo, tampoco de elegir el sendero más complicado, se trata de tener en claro a dónde quiero llegar.
En reiteradas oportunidades se refiere Jesús a la vida eterna con la imagen de un banquete, tal como hace en el versículo 29. Es esto lo que quiere hacer el Padre: ofrecer una mesa con lugar para todos los que deseen encontrarse con Él, sin plantear diferencias por su lugar de procedencia o condición. Llegar al agasajo cuesta, porque implica salir del egoísmo para asumir compromisos, y por eso no todos lo logran.
Con la mirada puesta en ese banquete que nos espera, ¿Hacia qué puerta me encamino? ¿Me comprometo con los valores de Dios o aún sigo revestido del hombre viejo? Si la respuesta es afirmativa, ¿Lo hago solo para sentir que cumplo, para creer que estoy atento al Señor cuando en realidad me centro solo en las apariencias? ¿Estoy comprometido de verdad con lo que el Señor me pide? ¿Busco agradarle con todo mi ser?
No nos desviemos del objetivo de estar atentos, orando con la firme convicción de que la hora de dar cuentas llegará cuando menos lo esperemos, sabiendo que si el camino es duro la meta será maravillosa.
Mariano Torrent