Lc 17,3b-10: Fe, perdón y servicio

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas     17, 3b-10 (Domingo 27 - Ciclo C)

Dijo el Señor a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti diciendo: "Me arrepiento", perdónalo». Los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». Él respondió: «Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: "Arráncate de raíz y plántate en el mar", ella les obedecería. Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: "Ven pronto y siéntate a la mesa"? ¿No le dirá más bien: "Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después"? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: "Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber"». 

Palabra del Señor

Voy a comenzar este comentario partiendo de dos errores de quienes nos llamamos cristianos. Primeramente quiero hablar del “heroísmo pigmeo” que solemos vendernos a nosotros mismos, buscando convencernos de que ciertos actos cotidianos son epopeyas que definen nuestra grandeza. ¿A qué me refiero? Llegar puntuales al trabajo, tratar bien a los demás, no cruzar un semáforo en rojo. En todos estos casos, no hacemos más que cumplir con nuestro deber. Hacer lo correcto no nos hace acreedores de una medalla y una estrella en el salón de la fama de los merecimientos.

¿Qué tiene que ver todo esto con el Evangelio que estamos meditando? Que también procedemos de la misma manera con prácticas religiosas tales como rezar, participar de la Misa dominical o en días de precepto, respetar los mandamientos. Creemos que al hacer todo esto le estamos haciendo un favor a Dios, que es Él quien debe agradecernos y no al revés. El mensaje de Cristo en esta parábola viene a prevenirnos contra este proceder.

La otra cuestión que quiero tratar toma como punto de partida la innegable crisis religiosa de nuestros días, donde ni siquiera los practicantes estamos exentos. Planteamos la dicotomía creyentes-no creyentes, como si de dos grupos diferentes y totalmente opuestos se tratara, en donde los primeros han respondido libremente al amor de Dios, y los segundos han optado por ignorarlo.

Esta dualidad es un concepto teórico que no se sostiene en la realidad, porque en el interior de cada persona conviven un creyente y un no creyente. Que cambien las proporciones y las circunstancias es otra historia. Es necesario que nos preguntemos: ¿Somos realmente tan fieles al Señor como pensamos? ¿Quién es Él en nuestra vida? ¿Lo amamos de verdad o somos apenas fariseos salvando las apariencias?

Dicho esto, repasemos: Este pasaje comienza con el Señor invitando a la grandeza de corazón en lo relativo al perdón de las ofensas. Cuando Cristo llama a la corrección del que peca contra nosotros, nos está diciendo que el camino correcto no es pretender que el hecho jamás sucedió, sino que debemos amonestar al hermano desde el amor, el factor clave en la convivencia humana:

Sean humildes, amables, comprensivos, y sopórtense unos a otros con amor. (Ef 4,2)

Como nuestro interior está herido por el pecado, no es ilógico que una comunidad sufra desviaciones de algunos de sus miembros, y que un hermano ofenda a otro con palabras o acciones. Si no nos dejamos iluminar por el amor de Dios y damos cada vez más espacio a las tinieblas, la ofensa terminará ocasionando división y rencores.

Una vez más Jesús mueve la estantería e invierte el orden: es quien ha sufrido la ofensa el que, en lugar de perderse en el resentimiento y el deseo de saldar deudas, debe tomar la iniciativa y buscar la forma de recomponer la relación rota. El cristiano debe promover la paz y la armonía, fomentando la corrección fraterna para lograr la reconciliación y el perdón por medio del arrepentimiento.

Los apóstoles, conscientes de que estas exigencias entrañan una dificultad y que las solas fuerzas humanas no bastan, piden al Señor que les aumente la fe, con la que no hay nada imposible. El epicentro de esta súplica no radica en la falsa humildad de negar lo que podemos aportar, sino en el reconocimiento de que la exigencia del Señor es consecuencia de que ha hecho infinitamente más por nosotros que lo que podemos hacer por Él.

La verdadera fe es sabernos servidores del Reino, y no hay mayor felicidad que ser parte de la misión de anunciarlo. Se trata de la forma más sublime de disponibilidad, una actitud existencial que nace de la convicción sólida de poner el acento en las necesidades de los demás incluso por sobre mis propios intereses. Eso implica salir de la actitud pasiva de esperar que vengan a buscarme, para salir al encuentro de aquellos que requieren de los dones que el Señor me dio para superar sus dificultades.

En cuanto a la comparación con el servidor encargado de las labores del campo (vv. 7-10), Jesús no recomienda ni se muestra a favor del trato abusivo del amo. Por el contrario, su enseñanza refleja que ser virtuoso al cumplir lo mandado despertará la admiración de los demás. Eso no es motivo para la vanidad, porque simplemente estamos cumpliendo con el auténtico deber, ser partícipes activos del plan de Dios.

Quiero concluir estas líneas con un pensamiento maravilloso de la Madre Teresa:

El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz.

Por medio de la voluntad de Dios se hace tangible la fe, que nunca será fidedigna si no camina de la mano con el amor y la reconciliación. No basta, como proponen algunos, con tener fe y desligarse de todo lo demás. Recordemos que los demonios también creen, y sin embargo tiemblan.

Mariano Torrent