Lc 17,11-19: Aprender a ser cultivadores de gratitud

 Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 17, 11-19 (Domingo 28 - Ciclo C)

Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»Al verlos, Jesús les dijo: «Vayan a presentarse a los sacerdotes». Y en el camino quedaron purificados.Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.Jesús le dijo entonces: «¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?» Y agregó: «Levántate y vete, tu fe te ha salvado».

Palabra del Señor.

Todo este evangelio es una llamada de atención a nuestra fe rutinaria, al cristianismo en “piloto automático”. ¿Cuál es la propuesta para que esa fe débil pase de bostezo a plegaria? El agradecimiento. Transitamos la era de los derechos. Todo el mundo clama por lo que cree que le corresponde, pero solo una ínfima parte se preocupa genuinamente por su deber.

Hay nulo espacio en la cultura posmoderna para la gratitud. Esta es una de las claves de tanta infelicidad debajo del aguacero: ¿Cómo se puede ser feliz sin saborear el invisible privilegio de ser agradecidos? La maratón que comienza cada vez abrimos los ojos conspira contra el ejercicio de dar gracias a Dios por los beneficios que recibimos a diario. Somos muy rápidos a la hora de pedir, pero demasiado lentos para agradecer.

Tanto milagro a nuestro alrededor hace que, en lugar de admirarnos ante tanta maravilla, las asumamos suficientemente cotidianas como para ignorarlas. ¿Cuándo fue la última vez que dimos gracias al Señor por las maravillas del cuerpo humano, por todo aquello que la naturaleza nos ofrece? ¿Damos gracias al Padre por el inmenso don de la fe, que es el mayor tesoro que podemos recibir en este mundo? Si verdaderamente valoramos este regalo, ¿Elevamos súplicas pidiendo vivir y morir con fe?

Ubiquemos este relato en su contexto histórico: El Levítico, en sus capítulos 13 y 14, establece un accionar concreto para proceder respecto a las personas con lepra. Cualquier mancha o problema en la piel se presentaba como la excusa perfecta para separar a la persona de la comunidad y declarar su impureza:

El leproso que tiene llaga de lepra llevará los vestidos rasgados e irá despeinado; se cubrirá hasta el bigote y tendrá que gritar: « ¡Impuro, impuro! » Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro y, siendo impuro, vivirá solo; se quedará fuera del campamento (…) Esta es la ley para la mancha de lepra que se halla en los vestidos de lana o de lino, en la urdimbre o en la trama o en cualquier objeto hecho de cuero, para declararlos puros e impuros (Lev 13,45-46.59)

De esta forma comprendemos por qué los leprosos se mantenían a cierta distancia de Jesús y se comunicaban a los gritos. La situación de estas personas era de tal exclusión que el historiador judío Flavio Josefo menciona en sus Antigüedades judías que los ciegos, leprosos, los estériles y pobres eran considerados “muertos en vida”.

La lepra ha sido parte de la historia humana desde hace milenios. En el año 2009, una excavación arqueológica en el noroeste de India descubrió en lo que había sido un asentamiento los restos óseos de un hombre de unos 30 años con muestras de haber sufrido esta enfermedad, sin haber recibido ningún tipo de tratamiento para su curación. La datación por radiocarbono estableció que el esqueleto fue enterrado entre el 2.500 y el 2.000 a.C.

Analicemos un poco la actitud de este grupo ante Jesús. En su súplica observamos un profundo respeto dada su situación de sufrimiento. Esto cambia abruptamente cuando se perciben curados de su enfermedad, al punto de que nueve de ellos se olvidan de decir gracias. Reaccionan con fe, pero solo un samaritano une el agradecimiento a la fe.

Este hombre vuelve “alabando a Dios en voz alta”, asumiendo que el poder salvador de Cristo solo puede provenir de Dios. Observamos de esta forma el proceso de conversión por el cual siente algo nuevo por el Padre del Amor del que habla Jesús.

Cuando el samaritano se arroja a los pies del Señor, este le formula tres preguntas, aunque en realidad no están dirigidas a él: « ¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?» Estos interrogantes deben ser escuchados a diario en nuestras comunidades cristianas si queremos ser cultivadores de gratitud.

No es casual que Jesús enaltezca la acción de este hombre calificándola como “dar gloria a Dios”, lo que tendrá su beneficio al final del pasaje: solo de este extranjero se dirá que ha sido salvado.

Cristo es capaz de curar cualquier enfermedad física o espiritual. En el caso de los leprosos, los sana haciéndoles cumplir la Ley, al enviarlos a presentarse a los sacerdotes, que era lo que indicaba la ley. Una vez más contemplamos que los milagros del Señor apuntan no solo a la parte física del enfermo, sino a la salvación de las personas.

Pidamos al Señor que alimente nuestro corazón para que seamos capaz de agradecer todas las cosas hermosas que recibimos a diario. La persona agradecida sabe que cada don recibido es una puerta abierta para servir a los demás. Aprender a decir gracias es la cualidad propia de las almas sencillas.

Mariano Torrent