El fariseo y el publicano: ¿En qué lugar elijo situarme?


Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas». En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!» Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado». (Lc 18,9-14)

Jesús nos enseña a orar presentando lo que podríamos llamar dos modelos antagónicos. Se trata de dos personajes de los cuales no tenemos mayores señas de identidad, y desconocemos por caso el nombre de cada uno. Esto no es casual: se trata de arquetipos que invitan a la reflexión y nos interpelan para discernir dónde queremos ubicarnos.

Por un lado, un fariseo[1], totalmente seguro de sí mismo, que reza de pie, que no considera tener en su vida pecado alguno, y que por lo tanto no tiene nada de lo que arrepentirse. Su presunción nace de una concepción de Dios como alguien que desprecia al pecador, y él actúa de igual manera, lo que ocasiona además que esté totalmente seguro de ir por la senda correcta, jactándose de ser un israelita ejemplar que ayuna dos veces por semana y cumple escrupulosamente con el pago del diezmo.

El publicano, por su parte, se presenta portando la certeza de su culpabilidad, lo cual expresa ya en su actitud exterior, en cómo realiza su plegaria. Él no se anda jactando de actitudes propias, ni se compara con otros hombres tan o más pecadores que él, sino que piensa sólo en cómo afrontar su propia culpa y para eso pide a Dios misericordia. El publicano está haciendo todo lo que está a su alcance para tener una profunda conversión.

Lo particular es que la oración del fariseo es tan auténtica como la del publicano. Ambos reflejan lo que hay en su interior, aunque es cierto que en el caso del fariseo no hay una verdadera oración, porque no puede haber un diálogo genuino con el Padre despreciando a los demás y subiéndose a un pedestal imaginario, porque en esa exaltación que hace el fariseo de sí mismo no está honrando a Dios.

En concreto, el fariseo ha sido derrotado por uno de los enemigos más grandes de la oración, que es el auto engaño de la aparente suficiencia que nos impide reconocer la indigencia y las limitaciones propias de nuestra naturaleza pecadora. De esta forma, ha formado en su mente la idea de que Dios espera de sus hijos el cumplimiento de prácticas minuciosas que marcan un límite entre “los que cumplen” y aquellos cuyas inobservancias merecen ser castigadas con severidad.

Falta además en el fariseo un factor clave que despierta en el creyente la necesidad de la oración, que es el deseo de Dios. Pensemos cuando nosotros con el celular le mandamos un audio o le escribimos a una persona para contarle algo, o para saber cómo está. Existe en ese caso, de nuestra parte, una necesidad de comunicación. En la oración pasa lo mismo: Dios ha puesto en nosotros la necesidad de comunicarnos con Él.

La oración requiere dos condiciones básicas: perseverancia y humildad. Dios nos regaló la capacidad de comunicarnos, y nosotros elegimos desde qué lugar responder, conociendo nuestras limitaciones o dejándonos guiar por la vanidad. En la disyuntiva, no hay mejor camino que la perseverancia de saber que la respuesta de Dios a nuestra plegaria siempre va a ser concedernos lo mejor para nosotros, que no va a ser necesariamente lo que estamos pidiendo.

Nos dice el Señor que quien se humilla será ensalzado, y la base de la oración siempre tiene que ser la humildad, porque la oración es apertura para escuchar a Dios diciéndome que me ama. De esta forma revelo quien soy ante aquel que se me ha revelado previamente. En la oración veo que soy pequeño, pero también veo que soy amado.

Debo preguntarme: en una sociedad de “fariseos practicantes”, ¿No soy acaso uno de ellos, proclive a mirar a los que pasan a mi lado por encima del hombro? ¿No lleno horas de mi vida evaluando, muchas veces con saña, las actitudes y decisiones de los demás?

Si hay experiencia cotidiana que no realiza distinciones es la ir al médico. Todos alguna vez nos hemos encontrado cara a cara con un profesional de la medicina. ¿Qué hemos ido a hacer ahí? A presentarle algún problema físico que nos aqueja, esperando que esta persona nos ofrezca el principio de solución para esta aflicción.

Pensemos ahora de qué forma podría ayudarnos el galeno si llego ante él contándole síntomas que afectan a mi vecino, o a un compañero de trabajo, en lugar de los míos. Sería no solo una pérdida de tiempo, sino también una auténtica falta de respeto. Lo mismo hago si acudo a Dios para hablar de miserias ajenas sin hacer un correcto ejercicio de introspección y pedirle que sane las mías.  Nota para el camino: estar pendiente de las limitaciones de los demás no aporta nada positivo a mi salvación eterna.

Al momento de rezar siempre estoy poniendo en juego la concepción que tengo de Dios. ¿Me invita el Padre a tener con Él una relación de confianza? Totalmente. Pero eso no significa pasarse al bando de los “confianzudos” y que, como quien desparrama chismes en la búsqueda de interlocutores, base mi comunicación con Dios en un pretendido derecho de hablar mal de los demás.

La oración es un regalo demasiado hermoso para tirarla por la borda desprestigiando al prójimo, en lugar de utilizarla para pedir el discernimiento necesario para ponerme en lugar del otro y entender por qué actúa así. A lo mejor no lo hemos notado, pero el desdén a los demás como práctica cotidiana nos aleja de Jesús de tal forma que terminamos reflejándonos en aquellos que lo condenaron a la Cruz:

Herodes con su guardia lo trató con desprecio; para burlarse de él lo cubrió con un manto espléndido y lo devolvió a Pilato. (Lc 23,11)

¿Cuál es la forma de oración que cumple su objetivo? Aquella que, en lugar de despreciar a los demás, pide convertirse en el alimento que nos permita ver al prójimo con los ojos de Dios, que valora la dignidad de cada persona y espera que nosotros actuemos de la misma manera.

Es por eso que Jesús no permanece neutral en su relato, como aquel narrador que describe mecánicamente lo que ocurre. Por el contrario, aprueba el proceder del publicano y rechaza el cinismo del fariseo que a pesar de su ego desmedido no ha aprendido que la oración autocomplaciente es en realidad una cáscara vacía.

Tengamos como objetivo aprender a convivir mejor con los demás, con el diálogo y la escucha como signos de fraternidad y remedio para los prejuicios, y que al reconocernos como pecadores permitamos que el Espíritu Santo transforme nuestras vidas.



[1] Como grupo dentro del judaísmo, los fariseos se destacaban por su estricta observancia de la ley, que los llevaba incluso a separarse de los no observantes.

Mariano Torrent