La Iglesia, Santa y Pecadora


La Sagrada Escritura nos muestra en el Antiguo Testamento cómo Dios eligió y guió a su pueblo que, pese a saber que había recibido el favor de Dios, una y otra vez actuó de modo desastroso incurriendo en más de una oportunidad en la barbarie, y nunca dejó de ser el pueblo elegido, no por sus virtudes, sino porque Dios estaba con ellos pese a todo.

Cuando Dios libera a los israelitas de la esclavitud de Egipto para conducirlos a la Tierra Prometida, vemos que la respuesta de este grupo fue darle la espalda, adorando al becerro de oro en una especie de Síndrome de Estocolmo religioso, pues se trataba de la deidad del país que los había esclavizado.

Dios sigue con ellos, no está en sus planes abandonarlos, sino corregirlos las veces que haga falta, porque el Padre no es un dios pagano preso de sus caprichos, que abandona a los suyos por no estar a la altura de los acontecimientos; muy por el contrario, en los peores momentos de la condición humana - tanto individual como colectivamente hablando - se destaca más que nunca la fidelidad de Dios y su compromiso de conducir a las ovejas descarriadas por la senda correcta.

¡El pecado daña, y vaya si es capaz de provocar catástrofes cuyas consecuencias son generalmente imposibles de avizorar! Nuestros pecados incluso llevaron a Cristo a la cruz, que no abandonó a su Iglesia por dicha razón sino que se entregó por ella, amándola hasta dar su vida. Y si es Cristo con su entrega quien santifica a la Iglesia, eso quiere decir que nuestros pecados, más allá de su triste capacidad de renovación y actualización, nunca podrán anular la obra salvífica de la Iglesia que Cristo fundó y santificó.

Camina entre la ingenuidad y la malicia especular que los primeros cristianos de la Iglesia de Jesús se descarriaron en algún momento y por ello Dios los abandonó  para hacer surgir, siglos después, una nueva Iglesia “libre de pecados y vicios”. Teorías de este tipo solo pueden proliferar cuando no se presta la debida atención a cómo la Biblia relata la relación entre Dios y su Pueblo.

No son pocos - y esta equivocación no es patrimonio exclusivo de los no católicos, también entre los “nuestros” aparece esta tendencia - los que pretenden juzgar negativamente a casi 1.400 millones de católicos a partir de la “miseria espiritual” de un cierto grupo que a ojos de los críticos no actúan siguiendo el ejemplo de Cristo.

¡Qué pena que los que señalan con el dedo solo tengan ojos y oídos para los que caen y no reparen en aquellos que sirven a sus hermanos desde el amor, como claro reflejo del amor Trinitario! Cuando se adopta la actitud del fariseo que centra su vida en condenar a los demás,  y no en el publicano que asume sus desviaciones para pedir perdón por ellas al Señor e intentar enmendarlas, uno deja de percatarse de que en la condición humana el pecado está a la vuelta de la esquina.

Dentro de ese contexto, es indudable que el católico peca, pero la acción no se produce por una cuestión de pertenencia religiosa, es decir, no somos “pecadores exclusivos”, sino que sufrimos la misma enfermedad que el resto de la humanidad. En cuanto a aquellos que miran a los demás agradeciendo “no ser como los demás hombres”, debo advertirles que ¡Son como los demás hombres!

El pecado nos infecta a todos, y la única solución no es el pedestal de la crítica despiadada, sino correr a la Iglesia y empezar por dejarse lavar los pecados por Jesús, que está con los suyos todos los días hasta el fin del mundo, aunque algunos no sepan aprovechar y honrar esa Gracia maravillosa de que el Señor no nos haya dejado librados a nuestra suerte.

Humanamente hablando, existen médicos malos que no honrar su vocación. Incluso hay profesionales de la salud que atentan de forma directa contra la vida de sus pacientes, pero sería totalmente ilógico negar el valor de la profesión médica y de la medicina en general por los casos aislados que pueden opacar a los que sí hacen las cosas bien. En paralelo a esto, la Iglesia, lejos de excluir a los pecadores, los recibe con los brazos abiertos, a semejanza de la Parábola del Hijo Pródigo, para guiarlos hacia el Camino, la Verdad y la Vida.

La Iglesia es Santa y Pecadora. Lo es en mayúsculas y agradeciendo al Señor el Don de esa aparente ambigüedad. Es Santa porque su santidad proviene de Cristo resucitado, a través de la Gracia eficaz, que se hace visible por medio de los Sacramentos, que alimentan a los fieles y los guían en su camino hacia el Cielo.

Es también pecadora, al estar compuesta por hombres que nos sabemos plagados de imperfecciones, con las limitaciones propias de la magullada condición humana y siempre necesitados de conversión, lo admitamos o no.

En el análisis de los críticos de la Iglesia que parten de esta como si de una mera institución humana se tratase hay un error primordial. La Iglesia no es, en su esencia, una institución humana, pues al tener origen divino, es a su vez de carácter divino. Pensemos en el celo de San Pablo para custodiar la fe de las primeras iglesias particulares a pesar de que en ellas no faltaban los conflictos, y que los intercambios de opiniones entre sus miembros no siempre se daban en los mejores términos.

Pero a pesar de la acumulación de enojos y rencillas, de la gente cuyo accionar era bastante dudoso y de las conductas reprensibles de muchos de aquellos cristianos, tan lejanos en el tiempo a nosotros y tan iguales en los vicios que nos impiden crecer, San Pablo siempre tuvo presente que el sacrificio redentor de Cristo no estuvo ni está condicionado por la fragilidad humana.

Que la Iglesia sea de carácter divino no impide abrazar su errante lado humano, y portar con orgullo las cicatrices que a través de los siglos le han dejado sus debilidades y flaquezas, porque si hay algo que los pecadores católicos sabemos con absoluta certeza es que la Gracia de Cristo es capaz de redimirnos a todos los que aceptamos la Buena Noticia de su amor por nosotros.

Mariano Torrent