La figura del juez que aquí se presenta está lejos de ser positiva, porque actúa como el necio del Salmo que ha decidido vivir sin Dios:
Dijo en su corazón el insensato: "¡Mentira, Dios no existe!" Son gente pervertida, hacen cosas infames, ya no hay quien haga el bien. (Salmo 53,2)
En palabras del autor, este juez “no temía a Dios ni le importaban los hombres” (v.2) en el sentido de que no había en él ningún tipo de preocupación ni respeto por el prójimo. No solamente presenta al juez de esta manera una vez, sino dos veces (v.4).
Miremos ahora la contraparte de la historia: en tiempos de Jesús, si una mujer enviudaba y no tenía hijos adultos que pudieran ayudarla, no tenía apoyo económico y su situación era sinónimo de desgracia. Que el ejemplo positivo de la parábola sea alguien en una posición tan desfavorable, que en aquellos tiempos representaba el arquetipo de la debilidad, resulta bastante sugerente.
La viuda tenía otros obstáculos a superar para lograr su objetivo. La cuestión cultural era uno de ellos, porque en tiempos de Jesús la mujer era considerada ciudadana de segunda clase, lo que ocasionaba que una mujer no fuera a la corte, porque cualquier tipo de reclamos era “cosa de hombres” y en su situación no había un esposo que diera la cara o allanara el camino para su pedido.
Vemos que a pesar de todos estos inconvenientes se presenta ante este juez de malos modales, quien elije ignorarla, pero al persistir en su búsqueda de justicia él finalmente termina cediendo. No llega con ningún tipo de capricho, sino pidiendo justicia, reclamo repetido con humildad, pero con firmeza. Esto va en línea con las palabras del propio Cristo, cuando invita a buscar el Reino de Dios y su justicia (Mt 6,33).
La petición encuentra eco en tantos oprimidos injustamente, cuando gran parte de la humanidad transcurre su vida en la sala de espera de un porvenir mejor. Jesús no está poniendo a Dios al nivel de un juez injusto y arbitrario. La parábola debe interpretarse en el contexto de un comentario anterior de Jesús:
Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del Cielo dará espíritu santo a los que se lo pidan! (Lc 11,13)
Si un juez carente de virtudes puede terminar haciendo el bien aunque sea para no ser molestado, ¡Cuánto más puede hacer Dios por nosotros!
En el final del evangelio Jesús vincula la eficacia de la oración a la fe: la oración encuentra en la fe su mejor aliada, pero a su vez la fe crece cuando se traduce en oración. Comunicarnos con el Señor no consiste en exteriorizar larguísimas oraciones al modo fariseo, sino en pedir desde la sencillez y la confianza que son propias de los hijos que entablan un diálogo con su Padre.
Si mi oración es débil, ¿Qué demostración puedo esgrimir para argumentar que mi fe no es igual de difusa? Si mi súplica es esporádica y cansina, ¿Bajo qué parámetros puedo defender lo que estoy pidiendo, si soy el primero en demostrar tácitamente que mi ruego no es por algo que considero valioso?
Es muy contundente el final del pasaje, con Cristo preguntando si cuando el Hijo venga encontrará fe sobre la tierra. Se invita así a plantear unos cuantos interrogantes: ¿Anida en nuestro interior esa fe que nos pide el Señor? ¿Es esta lo suficientemente apta para iluminar las tinieblas del mundo y alimentar la fe de los demás, y para estimular la conversión de los que no creen?
Respecto a la oración, ¿Es una realidad cotidiana o un recurso al que acudimos después de haber agotado todas las otras posibilidades?
Que nuestro corazón nos dicte una respuesta a la altura del amor de Cristo…
Mariano Torrent