El calendario civil comienza el 1 de enero y finaliza el 31
de diciembre de cada año. El año litúrgico, el “año de la Iglesia” comienza el
primer domingo de Adviento y finaliza con la festividad – que celebramos el
pasado fin de semana – de Jesucristo, Rey del Universo.
El Adviento comienza el domingo más próximo al 30 de
Noviembre y se desarrolla durante cuatro semanas, viéndose interrumpida la
cuarta semana por la celebración de la Navidad el 25 de diciembre.
Adviento proviene del latín adventus, que significa
“venida”/ “llegada”. En la Antigua Roma Adventus era una ceremonia donde se
daba la bienvenida al emperador. Representaba la entrada gloriosa de la máxima
autoridad romana a su ciudad capital, generalmente después de una resonante
victoria militar.
¡Con cuanta alegría debemos entonces preparar nuestro
interior para recibir al auténtico Rey, anunciado por los profetas y encarnado
en el seno de María!
En este tiempo se destaca Isaías en materia litúrgica (la
primera lectura de cada uno de estos cuatro fines de semana corresponden a este
profeta), con especial énfasis en los pasajes más proféticos del Antiguo
Testamento, aquellos que señalan la llegada del Mesías esperado por el pueblo
judío.
Tanto en estas semanas como en el Ciclo A, que estamos
comenzando y que se extenderá en la Iglesia hasta fines del año que viene, el
protagonista es el Evangelio de San Mateo, aquel impuro y despreciado recaudador
de impuestos al que Cristo simplemente debió decirle “sígueme” para que él se
levante y lo siga.
Atentos y vigilantes
«Pero de aquel día y
de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo,
sino el Padre» nos dice Cristo en el Evangelio de San Mateo.
Y si nadie sabe cuándo sucederá, mayores son las razones
para estar preparados, para cumplir con lo que Dios espera de nosotros, no solo
en Adviento, sino cada día de nuestra vida. Mirar el mundo con los ojos de
Cristo. Una mirada de amor, de entrega y de servicio. Es la mejor manera de permanecer
atentos y vigilantes.
Cristo vendrá nuevamente, como Juez de las Naciones. Lo
decimos en cada Misa en el Credo, cuando afirmamos, como uno de los pilares de
la fe cristiana, “que vendrá a juzgar a vivos y a muertos”. Esa es nuestra
mayor certeza y la razón de nuestra esperanza.
Y este tiempo de confiada espera también debe fortalecer nuestra
oración y una auténtica proyección evangelizadora, mirando a todos aquellos que
todavía no conocen a Cristo, que nada saben de la Buena Noticia de su amor por
cada uno de nosotros. Quien ignora el Evangelio ignora el valor del Reino de
Dios.
El peligro de descuidar lo espiritual
Este tiempo de conversión y arrepentimiento es propicio para
reflexionar hacia dónde va nuestra vida. ¿Servimos a Dios o al dinero? Porque
ya hemos visto, no solo en la Palabra de Dios, sino en la historia misma, que
nos instruye, como sabia consejera, que no podemos estar de ambos lados del
mostrador. Hay que elegir nos guste o no.
«Cuando el espíritu
inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos en busca de reposo,
pero no lo encuentra. Entonces dice: "Me volveré a mi casa, de donde
salí." Y al llegar la encuentra desocupada, barrida y en orden. Entonces
va y toma consigo otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan
allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio. Así le
sucederá también a esta generación malvada.» (Mt 12,43-45)
Son palabras del propio Cristo, dirigidas a los hombres de
todas las épocas y que nos advierten del peligro de contentarse exclusivamente
con los bienes materiales y descuidar lo espiritual.
¿Es que acaso nos creemos muy diferentes a la “raza perversa
e infiel”, a la “generación malvada” con la que Cristo comparó a sus
contemporáneos?
La advertencia es hacia todos: «El que cree estar firme tenga cuidado de no caer» nos advierte la
Carta a los corintios en un pasaje del capítulo diez. ¿O acaso el fariseo que
daba gracias a Dios “por no ser como los demás hombres” no se creía lo
suficientemente firme en su fe como para ponerse de pie y señalar a los demás,
no ante los ojos de Dios, sino ante los suyos?
Creernos firmes en la fe, totalmente confiados de nuestro
caminar espiritual, reflejándonos principalmente en el espejo de cómo vemos a
los demás es la mayor muestra de un corazón henchido de orgullo y vanidad. Y el
Señor constantemente nos invita a la sencillez de corazón, no a la soberbia,
que es, quién puede dudarlo, la peor consejera a la que podemos prestar
atención.
Hoy más que nunca cada uno de nosotros en particular y
nuestro mundo en general necesitamos abrir el corazón, muchas veces vacío,
tantas otras anestesiado por el confort material y la búsqueda de bienes
totalmente pasajeros, y empezar a edificar sobre la roca firme del amor de
Cristo y del amor al prójimo.
Autor: Mariano Torrent (*)
(*) Editor de Mundo Católico