Domingo 18 - Ciclo C
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 12, 13-21
Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia». Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?» Después les dijo: «Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas». Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: "¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha". Después pensó: "Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida". Pero Dios le dijo: "Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?" Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios».
Palabra del Señor.
Este texto puede dividirse en dos partes: desde el v. 13 al 15 se narra la historia de dos hermanos en disputa por su herencia, y en los versículos 16 al 21 se relata la parábola del rico insensato.
Un hombre se acerca a Jesús pidiendo su intervención respecto a la división de una herencia. Presumiblemente no ha recibido lo que le corresponde y desea encontrar en Jesús un juez justo que reparta a cada uno lo que es suyo. Pero Jesús no resuelve el conflicto, sino que corrige la visión del hombre ofreciendo un punto de vista superador, poniendo de relieve el peligro que genera centrar la vida en lo patrimonial.
En el Antiguo Testamento, el libro del Deuteronomio indicaba que el hijo primogénito debía recibir una doble porción de los bienes a heredar:
El día que reparta la herencia entre sus hijos, no podrá dar los derechos de primogenitura al hijo de la mujer a la que quiere, en perjuicio del primogénito que le dio la mujer no amada. Al contrario, deberá reconocer como primogénito al hijo de la mujer menos amada y darle una parte doble de toda su herencia. Al que engendró primero, a éste le corresponden los derechos de primogénito. (Dt 21,16-17)
Si hay dos hijos, el mayor se hace merecedor de dos tercios y el segundo de un tercio. Si son tres hijos, dos cuartas partes, es decir el 50 % del total, son para el mayor, mientras que los demás reciben un 25 % cada uno. Si son cuatro, dos quintas partes son para el mayor (40 %), recibiendo los demás un 20% cada uno, y así sucesivamente de acuerdo al número de herederos, manteniéndose la premisa de que el primogénito recibe el doble de la suma del total de sus hermanos en conjunto.
Volviendo a la situación relatada, esta da pie a poner en contexto, por medio de una parábola, las injusticias que se vivían en tiempos de Jesús: mientras en ciudades como Séforis y Tiberíades la riqueza era la norma, en las aldeas se acentuaban el hambre y la miseria. Los campesinos sufrían las pérdidas de sus tierras al tiempo que los terratenientes construían graneros y silos de proporciones cada vez más considerables.
En la parábola, un terrateniente se ve sorprendido por una cosecha importante. Puede parecernos primeramente que actúa sobriamente, con la previsión que requiere el caso: una cosecha buena amerita no despilfarrar lo ganado, sino atesorarlo. En realidad, la actitud de esta persona refleja la lógica insensata de los poderosos que viven centrados en acaparar riquezas materiales y una sensación de bienestar basada en lo económico.
Cada paso en nuestra vida debe conducirnos a ser ricos a los ojos de Dios (v.21), y es ese el mensaje que Jesús quiere dejar al enseñarnos sobre el dinero y el propósito de la vida, asegurándonos que prosperidad material y felicidad no caminan por la misma senda.
La auténtica felicidad se encuentra dentro de la persona, y está lejos del dominio del dinero, que no puede garantizarnos amor ni paz, y mucho menos el ejercicio de la virtud, que es lo que nos da felicidad. La persona vale por lo que es, no por lo que tiene, lo que debe llevar a que procuremos acumular y ejercitar virtudes en lugar de tener la mirada centrada en el dinero.
Lucas no busca imponer la idea de que el estado ideal del individuo y de la sociedad son la miseria y el hambre, es decir, el padecimiento provocado por las carencias. Tampoco se trata de obviar que los bienes materiales contribuyen, empleados correctamente como medios y no como fines, a la dignidad humana.
El problema es cuando se da el quiebre y el monopolio del dinero deviene en un autoengaño tal que la persona cree que no necesita nada más. ¡Triste condición la de aquellos que han configurado su corazón en orden a la búsqueda de acaparar dinero!
Jesús, por el contrario, instruye sobre el desapego a los bienes efímeros. Esto no niega la búsqueda de seguridad y estabilidad en esta tierra, lo que intenta es ofrecer un antídoto contra el espejismo de cimentar la confianza en el “tener”, en el desequilibrio provocado por el consumo desmedido, que envilece el alma al someterla a la codicia vendiéndole una falsa libertad que en realidad solamente la esclaviza.
Repasemos qué nos dice San Mateo sobre esta cuestión:
Nadie puede servir a dos patrones: necesariamente odiará a uno y amará al otro, o bien cuidará al primero y despreciará al otro. Ustedes no pueden servir al mismo tiempo a Dios y al Dinero. (Mt 6,24)
No estamos frente a una antinomia artificial ni una frase colorida sino ante una verdad de vida: la existencia humana no consiste en los bienes materiales que se acumulan, sobre todo si estos contribuyen al olvido de Dios, que es en resumidas cuentas lo que ocurrió con este hombre que quería que le dieran su herencia.
Pidamos al Señor que nos ayude a entender que la verdadera riqueza es confiar plenamente en Él para que nuestro corazón se vea inundado de virtudes para poner al servicio de los demás, y de esta manera evitar el daño que ocasiona que el invisible motor de nuestra vida sea la avaricia.