El origen de la unión conyugal se encuentra en el propio Dios. En las primeras páginas de la Biblia ya se nos habla de que el hombre no ha sido pensado como un ser aislado, sino como alguien que necesita comunicación y compañía:
Dijo Yavé Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Le daré, pues, un ser semejante a él para que lo ayude.» (Gén 2,18)
Por medio del matrimonio los esposos se perfeccionan, crecen juntos y colaboran con la obra de Dios con nuevas vidas, a las que habrán de formar con valores cristianos.
Contrariamente a lo que muchos sostienen, el matrimonio no es un mero formalismo que responde a ciertos parámetros o tradiciones sociales en extinción. Tampoco es un condicionante de una libertad mal asumida cuya única función sería imponer derechos y deberes en el plano amoroso y sexual. Esta concepción de la unión del hombre y la mujer nace del profundo rechazo que parte de la sociedad ha tenido en los últimos siglos respecto a la verdad objetiva de la naturaleza humana.
He mencionado recientemente la palabra libertad. Es sin dudas uno de los términos peor entendidos de la cultura contemporánea. La noción de libertad que hoy se difunde es individualista y subjetiva, lo que lleva a rechazar cualquier compromiso por considerarlo el gran enemigo de este libertinaje consensuado. De esta manera el sexo se ve trivializado y asumido como objeto disponible para ser manipulado.
Sumemos al análisis de esta crisis conceptual otros errores sobre aspectos básicos de la condición humana, como son la unidad cuerpo-alma; el compromiso visto como una cárcel y no como la auténtica oportunidad que representa para el amor y la plena apertura a la vida.
Cuando el individuo cede a una conducta que atenta contra su dignidad es porque primeramente se ha hecho cómplice de los desórdenes que lo llevan a justificar primero, y a declarar posteriormente naturales y positivas esas debilidades y limitaciones a las que consciente o inconscientemente ha elegido celebrar.
Muy por el contrario en relación a los dictados populares, el matrimonio es uno de los grandes regalos de Dios como muestra de su amor por la humanidad. Para los bautizados se trata de un sacramento que camina de la mano del amor de Cristo por su Iglesia, modelo de entrega del que se vale San Pablo para dirigirse a los esposos:
Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella. Y después de bañarla en el agua y la Palabra para purificarla, la hizo santa, pues quería darse a sí mismo una Iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus esposas como aman a sus propios cuerpos: amar a la esposa, es amarse a sí mismo. Y nadie aborrece su cuerpo; al contrario, lo alimenta y lo cuida. Y eso es justamente lo que Cristo hace por la Iglesia, pues nosotros somos parte de su cuerpo. La Escritura dice: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse con su esposa, y los dos no formarán sino un solo ser. Es éste un misterio muy grande, pues lo refiero a Cristo y a la Iglesia. (Ef 5,25-32)
La gracia del matrimonio fortalece a la pareja para que puedan guardar mutua fidelidad y cumplir con todas las responsabilidades que conlleva la vida compartida. Es en virtud del sacramento recibido que los esposos están vinculados entre sí de manera indisoluble. Veamos qué nos dice el Catecismo de nuestra Iglesia:
1601 La alianza
matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio
de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y
a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a
la dignidad de sacramento entre bautizados" (CIC, can. 1055,1)
1602 La Sagrada
Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a
imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra con la visión de las
"bodas del Cordero" (Ap 19,7.9). De un extremo a otro la Escritura
habla del matrimonio y de su "misterio", de su institución y del
sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas
a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del
pecado y de su renovación "en el Señor" (1 Co 7,39) todo ello en la
perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf Ef 5,31-32).
Estamos ante la unión de un hombre con una sola mujer para toda la vida, alianza ordenada al bien de ambos y a educar en la fe los hijos que Dios envíe al matrimonio. Los invito a seguir contemplando este don a la luz de la Palabra del Señor:
Por eso el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y pasan a ser una sola carne. (Gén 2,24)
Desde el principio hombre y mujer han sido creados para estar juntos, para ser “una sola carne”. En el siguiente pasaje veremos que en el pueblo judío existía la posibilidad de poner fin al matrimonio, pero no como una virtud, sino a partir de una carencia: la dureza del corazón.
Los fariseos le preguntaron: «Entonces, ¿por qué Moisés ordenó que se firme un certificado en el caso de divorciarse?» Jesús contestó: «Porque ustedes son duros de corazón, Moisés les permitió despedir a sus esposas, pero al principio no fue así». (Mt 19,7-8)
Debemos preguntarnos si no será esa misma dureza del corazón, tan presente en los tiempos de Moisés como en los nuestros, la que conduce tantas relaciones al fracaso.
Me permito establecer otro paralelismo para dimensionar el valor del matrimonio. En el Antiguo Testamento somos testigos de la alianza que Dios, como pacto de amor, establece con el pueblo elegido.
A ustedes los tomaré para pueblo mío, y seré Dios para ustedes. Y, en adelante, conocerán que yo soy Yavé, Dios de ustedes, que quité de sus espaldas el yugo de Egipto. Yo los introduciré en la tierra que con juramento prometí darles a Abrahán, a Isaac y a Jacob; y se la daré como herencia, pues yo soy Yavé. (Ex 6,7-8)
Dios se compromete con su pueblo, y el pueblo a su vez con Dios. Vamos a ver aquí dos características bien marcadas:
Primeramente observamos la unidad: Dios escoge un solo pueblo, como los esposos se escogen entre sí, en exclusividad. Aquí el misterio de la elección de Israel es para nosotros un símbolo.
También se aprecia que esta elección supone la indisolubilidad: se trata de una alianza eterna que nadie podrá romper, ni siquiera el pueblo de Israel con sus infidelidades y desviaciones.
Para finalizar, no puedo pasar por alto que muchos católicos conviven en las llamadas uniones libres o solo están casados por civil, sin haber recibido el sacramento del matrimonio.
Los que tenemos la bendición de estar casados ante los ojos del Señor somos responsables de inculcar, primeramente con nuestro ejemplo, pero también buscando medios para fortalecer las enseñanzas de nuestra Santa Madre Iglesia respecto al plan de Dios para sus hijos, procurando que estas verdades lleguen a los jóvenes - y a veces a los no tan jóvenes - para prepararlos e inculcarles la importancia de la vida matrimonial viviendo la fidelidad conyugal y poniendo al Padre en el centro de la relación.
Ayudar a los novios a tomar la decisión correcta para sus vidas es uno de los más grandes actos de caridad que podemos ofrecer en estos tiempos de ofertas multiculturales que niegan la dignidad de la persona humana.
Que la oración sea el camino y el amor de Cristo nuestra
guía para ser auténtico testimonio de que no hay mejor opción que vivir la vida
reflejando el amor del Padre.
Mariano Torrent