Dignidad de la persona humana

Pocos conceptos tienen la importancia para construir el presente y sentar las bases de un futuro sólido y “vivible” que el de la dignidad de la persona humana, de la cual emanan sus derechos y obligaciones. La persona es el punto de referencia de la sociedad, y será la actitud social hacia el individuo lo que determine el progreso (o el retroceso) de la humanidad.

El Catecismo de la Iglesia señala al respecto:

La dignidad de la persona humana está enraizada en su creación a imagen y semejanza de Dios; se realiza en su vocación a la bienaventuranza divina. Corresponde al ser humano llegar libremente a esta realización. (nº 1700)

Esta dignidad no representa solamente el eje del pensamiento católico en su aspecto social, sino que también atraviesa, como su fundamento mismo, a la sociedad civil. Basta con repasar lo que diversas constituciones, entre ellas muchas latinoamericanas, expresan respecto a la dignidad humana, entrelazándola con el respeto ineludible que merece la persona. Por caso, la Ley fundamental alemana expresa:

La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público. (...) El pueblo alemán, por ello, reconoce los derechos humanos inviolables e inalienables como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos del año 1948 menciona ya en su artículo 1º que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón  y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».

A la luz de la Revelación Cristiana se asume que a diferencia del resto de la creación material, el hombre ha sido creado solo para Dios, y constituido de esta manera señor de la entera creación visible con el fin de gobernarla y usarla, glorificando a Dios:

Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos[1].

La Iglesia busca fundamentalmente «tutelar la dignidad humana frente a todo intento de proponer imágenes reductivas y distorsionadas; y además, ha denunciado repetidamente sus muchas violaciones. La historia demuestra que en la trama de las relaciones sociales emergen algunas de las más amplias capacidades de elevación del hombre, pero también allí se anidan los más execrables atropellos de su dignidad»[2].

En su obra Fundamentación metafísica de las costumbres, Immanuel Kant (1724-1804) distingue entre lo que tiene un precio o aquello que posee su propia dignidad:

En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.

En su dignidad natural, el ser humano no se presta a equivalencia alguna, lo que lo convierte en un fin en sí mismo. Esto conlleva que la persona no pueda ser instrumentalizada como un medio para uso de otros individuos, que no haría más que degradarlo a la categoría de “cosa”. Esto se condice con el planteamiento cristiano, en el que la persona es para Dios un fin y nunca un medio. Esta realidad determina que la persona sea el principio, el sujeto y el fin de toda institución social, como indica GS 25.

Todo esto implica primeramente no supeditar a la persona - es decir, no reducirla - simplemente a su realidad material, lo que también conlleva que se llegue a una vida más humana y justa, para así vencer las profundas desigualdades sociales que tristemente priman entre los miembros de la única familia humana.

Es necesaria una aclaración: la persona es fin en sí misma, pero no fin de sí misma, porque el fin último de todo individuo siempre es dar gloria a Dios, no porque Dios necesite que nosotros lo hagamos, sino que somos nosotros que necesitamos rendir el culto debido al Creador, lo cual se traduce en ser personas íntegras en las acciones cotidianas.

Dios, que es el Amor, nos crea desde el amor y para el amor. Es desde ese lugar que respeta nuestra libertad, aunque abusemos de ella de la peor forma, y optemos por rechazar al Padre. Mientras más unamos a Dios por medio del amor, más comprenderemos en qué consiste nuestra libertad y cuan maravillosas son las obras que podemos hacer para transformarnos primero a nosotros mismos, y a su vez, al mundo que habitamos.

A pesar de lo expuesto, es fácilmente constatable que dignidad es una palabra desvirtuada y en muchos casos lisa y llanamente bastardeada. ¿Acaso no hemos escuchado que quienes promueven la legalización de la eutanasia no lo hacen portando la bandera de la que ellos denominan “muerte digna”?

Descartar a los más vulnerables no respeta la dignidad de nadie, sino que, por el contrario, se busca quitar el problema de raíz, porque la cultura actual parece decir con sus decisiones que es más sencillo enterrar que acompañar a quien se encuentra mal de salud. Tanto se teoriza sobre derechos humanos para que al final, la única respuesta al sufrimiento sea quitar la vida.

No existe excusa para desmerecer la dignidad que corresponde a cada persona, sino que, por el contrario, a nivel comunitario es imprescindible potenciar el desarrollo integral de cada individuo:

El mundo existe para todos, porque todos los seres humanos nacemos en esta tierra con la misma dignidad. Las diferencias de color, religión, capacidades, lugar de nacimiento, lugar de residencia y tantas otras no pueden anteponerse o utilizarse para justificar los privilegios de unos sobre los derechos de todos. Por consiguiente, como comunidad estamos conminados a garantizar que cada persona viva con dignidad y tenga oportunidades adecuadas a su desarrollo integral[3].

La base no solo de la Doctrina Social, sino de cualquier sociedad que desee edificarse sobre plataformas sólidas debe ser dimensionar en su correcta medida el valor trascendente de cada ser humano. Esa primacía no debe conducir a ninguna forma de individualismo. Saber que somos hijos de Dios implica despojarnos de búsquedas orientadas a colmar solamente nuestros deseos personales, asumiéndonos co-responsables respecto al destino común de toda la humanidad.

La lucha que atañe a los cristianos y a todo hombre de buena voluntad es a derribar las barreras ocasionadas por las penosas desigualdades que impiden a tantos individuos y pueblos tener una existencia más humana y justa. Cuando se cosifica y destrata la vida humana, la pasividad nunca puede ser una opción.



[1] Constitución Pastoral Gaudium Et Spes, nº 12.

[2] Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 107.

[3] Papa Francisco: Encíclica Fratelli Tutti, nº 118.

Mariano Torrent