La Unción de los enfermos: uniendo al enfermo a la Pasión de Cristo

Este Sacramento confiere al cristiano una gracia especial para enfrentarse a las dificultades propias de la vejez o una enfermedad grave. Si bien es verdad que el Sacramento en sí mismo no es necesario para la salvación del alma, no es menos cierto que a nadie le es lícito desdeñar su administración, por lo cual debe procurarse con suma diligencia que los enfermos puedan recibirlo estando en pleno uso de sus facultades mentales.

A lo expuesto sumemos la obligación natural de todo cristiano de prepararse del mejor modo para la muerte, lo que otorga un rol esencial a quienes rodean al enfermo para advertirle sobre su situación, sugiriéndole sobre la conveniencia de recibir la Unción y oficiando como nexo para que esto ocurra, ni demasiado tarde ni excesivamente temprano, actuando siempre con caridad cristiana y sentido común. Esta práctica estaba muy extendida en la Iglesia primitiva, tal como nos relata el apóstol Santiago:

¿Hay alguno enfermo? Que llame a los ancianos de la Iglesia, que oren por él y lo unjan con aceite en el nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al que no puede levantarse; el Señor hará que se levante; y si ha cometido pecados, se le perdonarán. (Stgo 5,14-15)

Que este Sacramento estaba plenamente incorporado a la vida de la Iglesia se evidencia a partir de las palabras de Orígenes, a mediados del siglo tercero, donde se refiere al cristiano penitente:

«No rehúye declarar su pecado a un sacerdote del Señor y buscar medicina. . . [de] lo cual dice el apóstol Santiago: 'Si, pues, hay alguno enfermo, llame a los presbíteros de la Iglesia, y le impongan las manos, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor; y la oración de fe salvará al enfermo, y si estuviere en pecados, le serán perdonados'» (Homilías sobre Levítico 2: 4).

Esencialmente, consiste en ungir la frente y las manos del enfermo acompañando este acto con una oración litúrgica, realizado todo por un sacerdote u obispo, que son los únicos ministros que pueden administrar el Sacramento. Conocido históricamente como Extremaunción por el hecho de administrarse solamente in articulo mortis (a punto de morir), en la actualidad puede recibirse más de una vez, siempre en caso de enfermedad grave, porque este Sacramento no imprime carácter:

«Si un enfermo que recibió la unción recupera la salud, puede, en caso de nueva enfermedad grave, recibir de nuevo este sacramento. En el curso de la misma enfermedad, el sacramento puede ser reiterado si la enfermedad se agrava. Es apropiado recibir la Unción de los enfermos antes de una operación importante. Y esto mismo puede aplicarse a las personas de edad edad avanzada cuyas fuerzas se debilitan». (Catecismo, 1515)

¿Qué aporta, fundamentalmente, la Unción? Une al enfermo con la Pasión de Cristo, no solo en beneficio propio, sino para toda la Iglesia, que mediante este acto «encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que los resucite y los salve. Y, en efecto, les exhorta a contribuir al bien del Pueblo de Dios uniéndose libremente a la Pasión y muerte de Cristo» (Catecismo, 1499)

A nivel individual, se obtiene ánimo, consuelo y paz (décadas de terapia humana no pueden ofrecer al individuo estas condiciones fundamentales para afrontar las vicisitudes de la vida), además del perdón de los pecados en caso que el enfermo no haya podido obtenerlo mediante el Sacramento de la reconciliación, lo que representa una inmejorable preparación para el paso a la vida eterna. Si conviene a la salud espiritual la Unción es un medio para restablecer la salud corporal, pero los efectos más beneficiosos siguen siendo los detallados anteriormente.

La escasa formación de muchos católicos conduce a una mala interpretación de la misericordia divina en relación a las enfermedades físicas. En un exceso de expectativas, se llega a considerar que aquel cristiano que no recibe la curación de todas sus enfermedades refleja exteriormente su falta de fe. La Escritura viene una vez más en nuestro auxilio ante estas desviaciones, confirmando que Dios no siempre sana las enfermedades físicas que nos afligen:

Recuerden que en los comienzos, cuando les anuncié el Evangelio, yo estaba enfermo. Aunque mis pruebas eran una prueba para ustedes, no me despreciaron ni me rechazaron, sino que me acogieron como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús. (Gál 4,13-14)

Pablo predica a los gálatas estando enfermo. Según la lógica humana, ¿Qué mejor para Dios que un apóstol libre de dolencias para llevar adelante su misión evangelizadora? Sin embargo, como creyentes sabemos que Dios sacó bienes de ese mal que aquejaba a Pablo. En otra oportunidad menciona que ha debido dejar en la ciudad de Mileto a su compañero Trófimo, que acompañó a Pablo en sus viajes misioneros durante más de una década, por estar enfermo:

Erasto se quedó en Corinto. A Trófimo lo dejé enfermo en Mileto. (2 Tim 4,20)

La enfermedad como tema nos invita a reflexionar con mayor amplitud, teniendo en cuenta que estamos frente a la situación cotidiana por excelencia donde el ser humano percibe su finitud y mortalidad, evidenciadas en fragilidad e impotencia ante aquello que no puede cambiar. Tenemos una “vocación de eternidad” ante la cual las afecciones actúan como una muralla que nos hace tomar conciencia de que llegará, más tarde o más temprano, el momento en que afrontaremos el juicio de Dios con un destino eterno, la felicidad del Cielo o la condena del infierno.

La enfermedad es una invitación a recordar una afirmación de San Pablo, válida para todo cristiano:

Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Tanto en la vida como en la muerte pertenecemos al Señor. (Rom 14,8)

La vejez es un estado similar a la enfermedad, porque en esa etapa se van desarrollando ciertos desequilibrios que comprometen la armonía del organismo, proceso que conduce inevitablemente a la muerte.

Considero importante una debida instrucción del servicio que la Iglesia, siempre atenta a las necesidades de las personas en todas las etapas de su vida, ofrece con la Penitencia, la Unción de los enfermos y la Eucaristía como viático, es decir, como alimento para ese camino, muchas veces empinado, que es el final de la vida.

A diferencia del mundo, donde las personas mayores o enfermas parecen estorbar, la Iglesia actúa como faro administrando estos sacramentos que “preparan para la Patria Celestial” (CIC, 1525). Son ritos muy apreciados entre los fieles, como ayuda sobrenatural para una buena muerte. Estamos inmersos en una cultura donde hablar del final de la vida terrena genera algo muy cercano al terror, pese a que es una realidad absolutamente cotidiana.

El cristiano debe hacer suyas las palabras especiales propias del viático: «Que el Señor Jesús te proteja y te conduzca a la vida eterna. Amén». Que Cristo resucitado guíe nuestro caminar para que cada día sea una constante preparación para encontrarnos con Él en la Patria definitiva.

Mariano Torrent